Para pensar la movilidad.

Movilidad sostenible

Ahora que todos los agentes sociales, políticos y económicos emplean el concepto de la movilidad sostenible, cabe preguntarse cuál es su significado y si existe una interpretación común por parte de todos ellos. ¿Qué pretenden los grupos ecologistas o la industria del automóvil cuando proponen dirigirse a la movilidad sostenible?

Porque muchas veces el término acompaña medidas que empujan el modelo de desplazamientos en direcciones opuestas. Para algunos movilidad sostenible es mantener las tendencias vigentes pero buscando tecnologías más eficaces que limiten los impactos ambientales generados por los vehículos. Es decir, se trata de seguir incrementando el número de automóviles y otros vehículos, así como el de los kilómetros recorridos por los mismos, sobre todo en aquellos países y ciudades en los que la motorización y el uso del automóvil no son tan elevados como en el grupo de los países hipermotorizados del que forma parte España.

Una pequeña regla de tres indica que esa opción de extender la motorización a todo el planeta es sencillamente imposible en términos de recursos energéticos y materiales necesarios. No es posible que cada dos habitantes de este planeta tengan un automóvil a su disposición y realicen en ellos anualmente varios miles de kilómetros.

Desde nuestro punto de vista, el empleo del concepto de movilidad sostenible debe llevar aparejado un cambio de rumbo en el modelo de desplazamientos vigente, de manera que cambie el papel de cada medio de transporte e incluso se modifique la sobrevaloración del transporte presente en la cultura dominante. Pues el transporte, la movilidad de personas y mercancías, no suele ser un fin en si mismo, sino un medio para satisfacer necesidades.

La interpretación que proponemos de la movilidad sostenible consiste, por tanto, en generar una nueva cultura de la movilidad, en todos los planos y esferas, una nueva aproximación al modo en que realizamos, valoramos y percibimos tanto los desplazamientos como sus consecuencias ambientales y sociales. En este sentido, hay que recalcar que las consecuencias ambientales y sociales de nuestro modelo de movilidad no se reflejan exclusivamente en el ámbito local (contaminación, ruido, accidentes, ocupación del suelo, pérdida de autonomía de niños y personas mayores, etc), sino también en el global, con afecciones como el cambio climático, la disminución de las reservas de energía fósil o de materiales no renovables y la desigualdad entre personas, regiones y países.

En el caso de la movilidad urbana, esta nueva cultura requiere reformular las políticas no sólo directamente vinculadas a la movilidad, sino también las que establecen los patrones de desplazamiento, como pueden ser las urbanísticas, las infraestructurales y las económicas/fiscales.

En la nueva cultura de la movilidad el peatón debe tener un tratamiento preferente, siendo la bicicleta y el transporte colectivo medios de transporte complementarios con los que debe formar una alianza. El automóvil tendría así un nuevo papel, de mucho menor protagonismo e impacto.

La experiencia internacional muestra cómo las políticas de movilidad sostenible son más eficaces si han tenido en cuenta un par de reglas de oro: que la oferta arrastra e inventa nueva demanda y que el estímulo de los medios de transporte alternativos es condición necesaria pero no suficiente para cambiar de rumbo en materia de movilidad.

La mejora de los servicios e infraestructuras de transporte desembocan en un mayor uso de los medios beneficiados por dichas mejoras. Así, una nueva carretera induce tráfico, es decir, modifica los comportamientos de los usuarios actuales y potenciales, incrementando el uso del automóvil en este caso.

La otra idea esencial a considerar es que no son suficientes medidas de estímulo de los medios de transporte alternativos al automóvil para conseguir un nuevo equilibrio con este medio de locomoción, sino que es imprescindible introducir también medidas de disuasión.

Todo ello deriva en la necesidad de plantear una estrategia de movilidad extensa, que incluya numerosos elementos que están en los cimientos de los problemas de movilidad, y que conforme paquetes completos de medidas de todo tipo entre las que cabe reseñar las siguientes:

A. Fiscalidad, economía y normativa.

* Establecer una fiscalidad y un sistema de precios que premien a los medios de transporte alternativos al automóvil y que penalicen los uso irracionales de éste.
* Evitar que el transporte en su conjunto detraiga recursos excesivos de otras necesidades sociales.
* Utilizar instrumentos fiscales y normas para penalizar los vehículos de mayor impacto ambiental y mayor peligrosidad.
* Establecer un marco legal, normativo y administrativo que facilite la incorporación de políticas y medidas que favorezcan a los medios de transporte alternativos y disuadan el uso del automóvil.

B. Urbanismo, ordenación del territorio y movilidad.

* Planificar la ciudad y su área de influencia con criterios de reducción de las necesidades de desplazamiento motorizado.
* Planificar el crecimiento urbano con criterios de accesibilidad mediante transporte no motorizado (a pie y en bici) y transporte colectivo.

C. Infraestructuras para el automóvil.

* Evitar la creación indiscriminada o la ampliación de la capacidad de las carreteras existentes.
* Evitar la creación de nuevas plazas de aparcamiento que faciliten el uso del automóvil en la ciudad.

D. Estímulos para el transporte alternativo al automóvil.

* Desarrollar planes para mejorar las condiciones de seguridad y comodidad de los desplazamientos peatonales.
* Llevar a cabo planes para promocionar el uso de la bicicleta incluyendo redes de vías ciclistas
* Realizar actuaciones extensas y profundas para mejorar la funcionalidad y el atractivo del transporte colectivo.

E. Disuasión del uso del vehículo privado.

* Establecer medidas que restrinjan la circulación de automóviles en calles, barrios o el conjunto de la ciudad.
Implantar una política completa de aparcamiento que disuada los usos más irracionales del automóvil.

F. Recuperación de la calle como espacio de convivencia.

* Calmar el tráfico con la implantación de normas y dispositivos para reducir la velocidad de los vehículos, creando por ejemplo áreas de 30 km/h.
* Establecer planes y estrategias para mejorar la seguridad vial con criterios favorables al peatón o la bicicleta.
* Aplicar las normas de la legislación de accesibilidad en el viario para facilitar los desplazamientos de toda la población (incluyendo las personas con discapacidad) y suprimir las denominadas barreras arquitectónicas.
* Aprovechar las obras rutinarias en la calle para mejorar las condiciones para el peatón, la bicicleta y el transporte público.

G. Cambios en los hábitos y comportamientos en la movilidad.

* Aplican nuevos criterios de urbanización de la calle favorables al calmado del tráfico y a los medios de transporte alternativos.
* Desarrollar planes de movilidad en centros escolares (proyectos de CAMINO ESCOLAR) para reducir la dependencia de los escolares respecto al automóvil y los medios motorizados.
* Establecer planes de empresas con el fin de estimular el uso de los medios de transporte alternativos de los trabajadores y visitantes de sus centros; incluyendo las propias administraciones que generan un importante volumen de desplazamientos hacia sus centros de trabajo y atención al público.
* Realizar planes para orientar la movilidad generada por las administraciones públicas hacia pautas de menor impacto ambiental y social, tanto en lo que atañe a sus trabajadores como a los visitantes de sus instalaciones y oficinas.
* Desarrollar nuevos instrumentos de información, difusión y promoción de la nueva cultura de la movilidad, que contrapesen los mensajes necesariamente sesgados que llegan a la ciudadanía procedentes de los poderosos intereses económicos en juego (industria del automóvil, infraestructuras, petróleo, etc.).

Estacionamiento

El 95% del tiempo de su vida los auto-móviles privados se encuentran inmóviles. El desplazamiento de los vehículos sólo resulta útil si en algún momento se produce su estacionamiento: no hay movimiento sin estacionamiento. Esta perogrullada tiene dos consecuencias trascendentales.

La primera es que para garantizar o posibilitar la expansión del automóvil se han establecido desde hace décadas una serie de regulaciones y políticas que facilitan el estacionamiento, bien sea en el espacio público bien sea en las edificaciones. Sin ellas no se podría garantizar el uso masivo del automóvil privado.

La segunda es el reverso de la anterior: para regular el abuso del automóvil se han aplicado también desde hace décadas una serie de regulaciones y políticas de estacionamiento para disuadir o favorecer determinados comportamientos de los automovilistas.

Así, pensar el estacionamiento es pensar el uso del vehículo privado, de manera que cualquier propuesta, proyecto o política de estacionamiento puede analizarse desde el siguiente doble punto de vista: ¿sirve para estimular o sirve para disuadir el uso del automóvil privado? Obviamente hay otras cuestiones relevantes asociadas, como la apropiación de un espacio público escaso por los coches estacionados o las necesidades de estacionamiento del tráfico “comercial” (vehículos de mercancías...), pero a efectos de una comprensión del problema ambiental y social del estacionamiento lo principal es ese equilibrio entre estímulo y disuasión del uso del automóvil privado.

Otra idea a tener en cuenta que se deduce de lo anterior es que las políticas, los proyectos o las regulaciones del estacionamiento no pueden ser un elemento aislado de las políticas más generales de tráfico y transporte, sino que forman parte necesariamente de las mismas. Son únicamente una pieza, significativa eso sí, de un conjunto amplio de las referidas políticas y, por tanto, no pueden considerarse como la solución única ni la panacea para resolver los problemas de la movilidad.

En definitiva, para analizar las medidas, los proyectos y las políticas de estacionamiento que las administraciones pretenden implantar es conveniente hacer o hacerse una serie de preguntas que se presentan de un modo sintético a continuación:

Coherencia con otras políticas más generales de movilidad y urbanísticas:

¿Son las medidas, los proyectos o las políticas de estacionamiento propuestas coherentes y simultáneas con otras de circulación, urbanísticas e infraestructurales dirigidas, por ejemplo, hacia los mismos objetivos de disuasión del vehículo privado y mejora de los medios de transporte alternativos?

Efectos indeseables en otras zonas:

¿Las mejoras esperadas tras la implantación del proyecto, la medida o la política de estacionamiento sobre un área o barrio suponen el traslado de los problemas a las zonas limítrofes o a otros lugares? A veces esos efectos no son inmediatos y hace falta prever las consecuencias a medio y largo plazo sobre los comportamientos de la gente.

Espacio público:

La medida a adoptar ¿permitirá contar con más y mejor espacio público para otros usos más interesantes y eficientes: áreas de estancia y juego, espacio para peatones y bicicletas, prioridad al transporte público? ¿Cuánto espacio público queda liberado y cuál es su ubicación?

El uso del automóvil:

Tras la aplicación de la nueva política o la construcción del nuevo estacionamiento ¿habrá un mayor uso del automóvil en la zona, tanto de residentes como de visitantes?

Mejoría o empeoramiento de los medios de transporte alternativos:

Después del proyecto, la regulación o la política prevista ¿podrán los peatones caminar de modo más cómodo y seguro? ¿Tendrá la bicicleta nuevas oportunidades para circular de modo también más cómodo y seguro, o para estacionarse? ¿Qué ocurrirá con el transporte colectivo, será más atractivo su uso?

Costes económicos:

Muchas veces el usuario del coche no paga ni siquiera los costes de la medida destinada a su estacionamiento ¿va a pagar en esta ocasión la totalidad de los costes asociados al estacionamiento o va a beneficiarse de subvenciones más o menos encubiertas con la medida anunciada? De ser así ¿en qué cuantía?, ¿qué tipo de automovilistas van a recibir más ventajas?


Zonas peatonales

Se camina por muchos motivos, para ir al trabajo o a la escuela, para comprar, para ir al médico o al polideportivo o, simplemente, por el puro placer de pasear. Se camina mucho más de lo que algunos creen (el 33% de los desplazamientos en las áreas metropolitanas de Madrid y Barcelona se hacen andando) y las distancias que se recorren a pie son también mayores de lo que se suele creer.

Sin embargo, a pesar de ese peso del peatón en la movilidad de las ciudades, de la variedad de motivos por los que se camina y de las distancias recorridas, cuando se proponen mejoras para el peatón lo único en lo que suele pensarse es en las zonas peatonales, es decir, en unas áreas, habitualmente céntricas de la ciudad, en las que se ha excluido al automóvil ante la incompatibilidad manifiesta entre su utilización y el escaso espacio disponible para otros usos de la calle y, en particular, del tránsito de viandantes. Se crean así unos espacios en los que efectivamente hay menos humos, accidentalidad y ruido.

En la actualidad, la mayoría de las ciudades españolas cuenta con alguna zona peatonal, en general asociada a una concentración de comercio, bares, oficinas de las instituciones o monumentos de los centros históricos, es decir, áreas muchas veces monofuncionales, sin variedad de usos y actores.

Desde el punto de vista de la movilidad, las zonas peatonales representan por tanto una solución muy localizada y parcial de las necesidades que tienen los peatones, pues ni se camina sólo para comprar o hacer turismo, ni se camina exclusivamente en unas pocas calles del centro urbano. Por ese motivo han sido calificadas en ocasiones como las “reservas de indios” que se conceden “generosamente” a quienes fuera de ellas no tienen los mínimos derechos de circular en condiciones seguras, cómodas y atractivas.

A pesar de esa limitada capacidad de cambio en la movilidad, las zonas peatonales suelen generar expectativas extremas: hay quienes creen que con ellas se pueden resolver todos los entuertos del sistema de transporte y hay quienes opinan que son la causa de todo tipo de males urbanísticos, sociales y económicos. Paradójicamente, suelen ser los comerciantes los primeros que se oponen a la peatonalización aunque luego disfrutan los beneficios del incremento de ventas generado por la mejoría ambiental del acto de comprar.

A las zonas peatonales se les suele también acusar de ser el origen de la falta de vitalidad de un barrio en horarios no comerciales; de la degradación del tráfico en las zonas limítrofes; de la expulsión de los antiguos residentes por nuevos usos capaces de pagar el incremento del precio del metro cuadrado; de la concentración de bares; o de la aparición de actividades molestas en el espacio público que acaban por deteriorar la calidad de vida del vecindario.

Sin embargo, ninguno de esos cambios puede atribuirse de modo principal y en exclusiva a la peatonalización, sino a las políticas urbanísticas y de movilidad de la que aquella forma parte. Por ejemplo, son las políticas urbanísticas, de vivienda y usos del suelo las que facilitan o disuaden los cambios de viviendas a comercios u oficinas en el centro urbano; las que impulsan la expulsión de jóvenes y ancianos que no pueden pagar los alquileres o la compra de una vivienda en las zonas objeto de la peatonalización; las que permiten la concentración de ciertos comercios o bares; o las que aceptan determinados horarios de apertura de los mismos.

La zona peatonal puede contribuir a realimentar esos procesos, pero los motores reales de los mismos, menos visibles, tienen que buscarse en la política urbanística general y en la gestión y disciplina del ayuntamiento a la hora de aplicar las regulaciones.

En una cultura dominada por el automóvil las zonas peatonales tienen una ventaja que ayuda a contrapesar sus inconvenientes: tienen la capacidad pedagógica de mostrar las posibilidades de un espacio libre de coches; educan sobre los que nos perdemos cuando permitimos que los automóviles dominen el espacio público.

En definitiva, las zonas peatonales no son ni la panacea para los que caminan ni la causa principal de los males de los barrios en los que se implantan. Su creación o la ampliación de las existentes debe ser por tanto valorada con una multiplicidad de criterios entre los que destacan los siguientes:


1. Diversidad y vitalidad urbanas.

¿Se establecen al mismo tiempo que la zona peatonal otras medidas urbanísticas que garanticen el mantenimiento de la población residente y de los equipamientos (colegios, centros de salud, etc) y comercios vinculados a la misma?
¿Sirven para mejorar la vitalidad del barrio, generando espacios de convivencia, juego y estancia en la proximidad de las viviendas? ¿O tienden a concentrar actividades no compatibles con la calidad de vida de los vecinos?


2. Movilidad peatonal.

¿Forma parte de un plan o programa de mejora de la movilidad peatonal en toda la ciudad? ¿O es exclusivamente una mejora localizada y parcial sin que importe siquiera cómo llegan los peatones a ella?


3. Uso del automóvil.

Si se pretende disminuir la utilización del vehículo privado la cuestión principal es cuál es el efecto de la zona peatonal sobre el mismo, pues en ocasiones las peatonalizaciones llevan aparejadas mejoras en las vías de acceso y la creación de aparcamientos para visitantes que estimulan contradictoriamente el uso del automóvil?


4. Transporte colectivo y bicicleta.

Los autobuses, los tranvías o las bicicletas ¿aprovechan la peatonalización para mejorar su atractivo o se ven perjudicados por la misma?


5. Espacio público.

El espacio recuperado del tráfico ¿se destina a usos diversos, a la estancia de los ciudadanos, al juego de los niños? ¿gana en calidad paisajística y atractivo ambiental?, o ¿se diseña favoreciendo en exclusiva alguna función o la lógica comercial y turística? ¿Hay alguna medida prevista para garantizar el buen uso del mismo y la compatibilidad con la vida de los vecinos?


6. Costes económicos.

En ocasiones, las zonas peatonales se realizan con criterios parciales o sectoriales, pero con el dinero de todos los ciudadanos. ¿Quién paga la peatonalización?


7. Carga y descarga.

El funcionamiento de las diversas actividades urbanas reclama en la actualidad el acceso a los edificios por parte de una serie de vehículos motorizados, para cargar o descargar mercancías o para aproximar a personas con discapacidad o movilidad reducida. ¿Están bien resueltas en horarios y en excepciones estas posibilidades?, o ¿son causa de molestias innecesarias para vecinos, comerciantes, etc?


Semáforos

Los semáforos nacieron hace ochenta años por y para el automóvil. Su objetivo es repartir el tiempo de uso de un cruce o una parte de la calzada entre los distintos usuarios y medios de transporte. Ese objetivo, que hoy parece inocuo, tuvo mucha trascendencia en su origen, cuando se estaba fraguando un cambio esencial en la concepción del espacio público urbano dirigido a establecer un nuevo reparto de la calle: de un espacio dominado por el peatón se fue pasando a un espacio regulado para la circulación lo más veloz y masiva posible de vehículos motorizados.

La zona central de las calles fue poco a poco conquistada por los vehículos y los laterales pasaron a ser el refugio de los viandantes. Ese reparto , sin embargo, tenía como cuello de botella las intersecciones de las calles, donde la segregación de las circulaciones motorizadas y peatonales no podía realizarse de manera drástica. Se establecen así una serie de normas de comportamiento, prioridades y sistemas para mezclar en los cruces a los distintos tipos de usuarios de las calles.

Los semáforos se encuentran entre dichos procedimientos de ordenación de los cruces y, por tanto, ofrecen las mismas dos caras que el resto de la regulación del tráfico urbano. Hoy es fácil reparar solo en su faceta de ordenación del tiempo de uso de las intersecciones por parte de los distintos medios de transporte, pero es más arduo desvelar cómo los semáforos, en el fondo, se instalan para garantizar que los vehículos puedan aumentar en número y en velocidad en la ciudad. En otras palabras, frente a la idea de que los semáforos se instalan para asegurar el cruce y, en particular, el cruce de los peatones, se desvela el hecho de que se conciben y se instalan también para que los vehículos y, en particular, los automóviles circulen a velocidades no compatibles con el uso peatonal libre del espacio urbano.

Se podría argumentar que, dado que los automóviles y vehículos motorizados circulan por la mayor parte del espacio urbano, no hay más remedio que poner semáforos en ciertos puntos de la ciudad (por el momento a nadie se le ha ocurrido que todos y cada uno de los cruces disponga d este artilugio). Pero, precisamente, cabe preguntarse porqué en algunos lugares “hace falta semáforo” y en otros, como los cruces de calles pequeñas, nadie apunta a esta fórmula y se sugieren pasos de cebra o pasos sin regular ni señalizar.

La cuestión es que el semáforo se asocia a situaciones de tráfico denso o veloz que se perciben como intrínsecamente peligrosas, para las que no son fiables otras fórmulas de organización del espacio común entre vehículos y peatones. En este sentido, pensar los semáforos es reflexionar también sobre la destrucción de la confianza peatonal y de las responsabilidades jurídicas en los pasos de cebra, pues si se cumplieran las prioridades establecidas por la normativa y las velocidades de circulación establecidas en cada calle se podrían sustituir muchos semáforos por este tipo de pasos peatonales.

Por consiguiente, la petición de semáforos debe ser considerada como una opción de renuncia, es decir, de aceptación de que el riesgo y el peligro de las calles en donde se quiern instalar no se puede reducir de otra manera, por ejemplo, disminuyendo por otros métodos el número de vehículos que por allí pasan y sus velocidades (mediante lomos, estrechamientos, cambios de pavimento, refugios centrales).

Al margen de todo ese conjunto de reflexiones previas, para pensar en los semáforos concretos con los que nos encontramos se pueden repasar los siguientes aspectos que los caracterizan:


1. Tiempo de verde para el peatón.

Para que la mayoría de la población pueda cruzar con seguridad y comodidad hace falta que la fase de verde peatonal dure un tiempo que sume 3-5 segundos de reacción y 1,25 segundos más por cada metro de calzada a cruzar.


2. Tiempo de rojo para el peatón.

Las largas esperas para que el peatón pueda cruzar hacen incómodo e inseguro el semáforo, recomendándose que la fase de rojo para el viandante no exceda de 60 segundos.


3. Longitud de calzada a cruzar por el peatón.

La longitud excesiva de los cruces genera inseguridad para el peatón y dificulta la autonomía de los niños, personas mayores y de visión reducida. Por tanto, la longitud de calzada a atravesar no debe ser superior a 12 metros ó 3 carriles de circulación, aunque se admiten distancias mayores en caso de que se dispongan refugios intermedios (de al menos 2 metros de anchura).


4. Prioridades y responsabilidades en el cruce.

El peatón está perdiendo en la práctica sus derechos de cruce debido, entre otros motivos, a la introducción de fases de verde intermitente simultáneas a las de ámbar para vehículos, en las que se acaba interpretando que el viandante tiene que darse prisa. La responsabilidad ante un atropello se desliza peligrosamente hacia el peatón.


5. Riesgos añadidos de la semaforización en calles de doble calzada.

Un grupo particular de semáforos proclives al atropello lo conforman los situados en calles de doble sentido de circulación por calzadas diferentes, en los que el peatón encuentra información contradictoria sobre la posibilidad de cruzar, bien porque haya dos semáforos peatonales con fases distintas, bien porque los vehículos de una de las dos calzadas están parados mientras que los de la otra pueden circular.


6. Señalización horizontal.

Las marcas viales de paso de cebra deben ser antideslizantes para evitar patinazos de los peatones en caso de lluvia. La señalización de los semáforos con la marca vial de paso de cebra desvaloriza dicha señalización cuando no está acompañada de semáforo. Por último, las líneas de detención de los vehículos suelen estar demasiado cercanas al paso peatonal, lo que provoca una mayor incomodidad e inseguridad del viandante.


7. Diseño del cruce semaforizado.

El peatón puede verse obligado a dar rodeos por falta de un semáforo en la acera por la que discurre o por estar diseñado el mismo con un gran desvío respecto a su trayectoria natural.


Transporte colectivo

Ni todo el transporte público es colectivo ni viceversa. El transporte es colectivo cuando tiene capacidad para transportar un número elevado de pasajeros, aunque sea gestionado de modo privado, como ocurre con los servicios de autobús de empresa o los escolares. El transporte es público cuando ofrece un servicio abierto a cualquier ciudadano bajo las condiciones de pago establecidas, aunque no sea colectivo, como sucede con el taxi.

Esa diferenciación entre colectivo y público no es meramente académica, sino que interesa a la hora de plantear políticas de movilidad, pues la valoración de cada medio de transporte ha de realizarse globalmente, más allá de uno de sus rasgos técnicos como la capacidad o su titularidad pública o privada.

No de debe, por tanto, restringir el debate sobre movilidad a la confrontación entre transporte público y privado sino abrirlo al análisis general de ventajas e inconvenientes de cada medio de transporte bajo criterios combinados de tipo social, ambiental y económico.

Centrando el debate sobre el transporte colectivo, y reconociendo que aporta potencialmente una serie de beneficios a la movilidad, también hace falta reconocer que tiene una serie de costes y consecuencias negativas que no se pueden obviar a la hora de hacer un balance global.

Algunas utilidades del transporte colectivo en comparación con el automóvil.

* Espacio. La superficie requerida para transportar un viajero en un medio colectivo es mucho menor que en un automóvil.
* Consumo energético. El transporte colectivo es más eficiente en términos energéticos que el automóvil a igualdad de ocupación, es decir, suponiendo que se ocupa el mismo porcentaje de plazas en cada medio.
* Emisiones contaminantes. En estrecha correspondencia con lo anterior, las emisiones potenciales por viajero transportado son menores en los medios colectivos que en el automóvil.
* Ruido. Un vehículo colectivo genera menos ruido que el correspondiente al que produciría un número de automóviles capaz de transportar una cifra equivalente de viajeros.
* Seguridad. Aunque la masa a desplazar, y por tanto los daños potenciales, son mayores en un vehículo colectivo, la acumulación de riesgos de los automóviles equivalentes y el hecho de que el vehículo colectivo cuenta con una conducción profesional, inclina a su favor el balance de la seguridad.
* Universalidad. El transporte colectivo puede ser accesible a prácticamente toda la población, mientras que para utilizar de modo autónomo el automóvil se requiere disponer de carné de conducir y tener una determinada condición física y mental.

Esa utilidad manifiesta del transporte colectivo ha conducido a generar una imagen mitológica según la cual: el transporte colectivo es bueno en sí mismo, siempre es mejor que cualquier otra alternativa; es siempre beneficioso para el medio ambiente; y es siempre útil socialmente, pues su rentabilidad si no es económica al menos siempre es de tipo social.

Esa mitología pasa por alto, sin embargo, que el transporte colectivo también contamina, hace ruido y gasta energía y otros recursos naturales. También causa heridos y muertos. Además, puede absorber recursos económicos que en otro caso se dirigirían a otras necesidades sociales. No debe ser gratuito, pues la gratuidad distorsiona la perspectiva del usuario sobre el servicio y facilita usos poco adecuados, por ejemplo, la sustitución de viajes a pie por viajes en autobús de corto recorrido.

No todos los medios de transporte colectivo son iguales en términos de capacidad, adaptación a la demanda, impacto ambiental o consecuencias sociales, por lo que su eficacia puede ser muy variada.

En cada contexto hay medios de transporte colectivo más adaptados que otros a las demandas de los viajeros, aunque siempre será difícil evaluar de manera objetiva esa idoneidad. Por ejemplo, las ventajas ambientales y sociales de un tranvía o un metro pueden desvanecerse si no transportan suficientes viajeros, lo que puede tener que ver con la población a la que sirven o, también, con la competencia de otros medios como el automóvil.

Porque existe una regla fundamental que aplicar en una nueva cultura de la movilidad: el transporte colectivo por sí mismo no transforma el predominio del automóvil; suele ser una condición necesaria pero no es una condición suficiente para dirigirse a un patrón diferente de movilidad.

Hacen falta simultáneamente medidas de estímulo de los medios de transporte alternativos (peatón, bicicleta y transporte colectivo) y medidas de disuasión y restricción del automóvil privado.

Esa regla “estímulo+disuasión” es muy pertinente en numerosos debates en los que se emplea al transporte público o colectivo como excusa para no acometer el problema fundamental de la movilidad urbana: el papel del automóvil. “Mientras la administración no ofrezca un servicio de transporte colectivo adecuado no dejaré el coche”.

Hay por último que recordar que el estímulo de los medios de transporte alternativos exige, por un lado, una alianza ciudadana entre usuarios del transporte colectivo, peatones y ciclistas, que evite que entre ellos se restes cuota de los desplazamientos sin afectar al uso del automóvil; y, por otro, que no todos los medios de transporte alternativos son siempre igualmente beneficiosos. El peatón debe estar en cabeza en las prioridades de una política de movilidad alternativa.

En síntesis, cuando se habla de un nuevo sistema, servicio o medio de transporte colectivo la reflexión debe extenderse a los siguientes aspectos:



1. Integración en una política general de movilidad sostenible.

Debe formar parte de una estrategia general bajo la regla de “estímulo+disuasión”, programado en un momento oportuno en relación al resto de las medidas previstas.

2. Capacidad adecuada para los usuarios previstos.

Debe ofrecer una capacidad de transporte adecuada a los viajeros previstos, pues en otro caso su eficacia social, económica y ambiental puede desaparecer.

3. Consecuencias ambientales.

Al margen de su adaptación a la demanda, debe optarse por la mejor tecnología desde el punto de vista ambiental. Pero teniendo en cuenta tanto los efectos locales (contaminación, ruido) como los efectos globales (cambio climático, biodiversidad), que a veces quedan enmascarados (por ejemplo, las emisiones de los medios eléctricos producidas en las centrales de generación).

4. Accesibilidad.

Ha de cumplir los requisitos de accesibilidad, es decir, servir a la inmensa mayoría de la población sin ofrecer barreras tanto en sus vehículos como en sus paradas y terminales.

5. Relación con los peatones y los ciclistas.

Debe ofrecer alternativas de transporte para las medias y largas distancias, pero procurando no restar desplazamientos peatonales o ciclistas. El acceso a pie a las paradas y terminales debe ser cómodo y seguro, así como la combinación con la bicicleta.

6. Integración e imagen del sistema y cohesión urbana.

Debe servir para la integración de los diferentes espacios y barrios de la ciudad o del área metropolitana, ofreciendo una imagen unificada y evitar restar viajes a otros medios de transporte colectivo y facilitar el intercambio con ellos.

7. Seguridad.

Debe reducir el riesgo y el peligro de la movilidad.

8. Relación con el entorno por el que pasa. Mejora del espacio público.

Debe mejorar el entorno por el que transcurre, evitando impactos paisajísticos y contribuyendo a la recuperación o mejora de la calidad del espacio público.

9. Inversión y precio.

Debe exigir una inversión ajustada a sus aportaciones sociales y ambientales y tener un precio para el usuario adecuado a la política de movilidad en la que se inscribe.

tomado de: Pequeña guia de A PIE para pensar la movilidad.

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