Construir, habitar, pensar. por Martin Heidegger.

En lo que sigue intentamos pensar sobre el habitar y el construir. Este pensar sobre el construir no tiene la pretensión de encontrar ideas sobre la construcción, ni menos dar reglas sobre cómo construir. Este ensayo de pensamiento no presenta en absoluto el construir a partir de la arquitectura ni de la técnica sino que va a buscar el construir en aquella región a la que pertenece todo aquello que es.

Nos preguntamos:

1.° ¿Qué es habitar?

2.° ¿En qué medida el construir pertenece al habitar?

I

Al habitar llegamos, así parece, solamente por medio del construir. Éste, el construir, tiene a aquél, el habitar, como meta. Sin embargo, no todas las construcciones son moradas. Un puente y el edificio de un aeropuerto; un estadio y una central energética; una estación y una autopista; el muro de contención de una presa y la nave de un mercado son construcciones pero no viviendas. Sin embargo, las construcciones mencionadas están en la región de nuestro habitar. Ésta va más allá de esas construcciones; por otro lado, sin embargo, no se limita a la vivienda. Para el camionero la autopista es su casa, pero no tiene allí su alojamiento; para una obrera de una fábrica de hilados, ésta es su casa, pero no tiene allí su vivienda; el ingeniero que dirige una central energética está allí en casa, sin embargo no habita allí. Estas construcciones albergan al hombre. Él mora en ellas, y sin embargo no habita en ellas, si habitar significa únicamente tener alojamiento. En la actual falta de viviendas, tener donde alojarse es ciertamente algo tranquilizador y reconfortante; las construcciones destinadas a servir de vivienda proporcionan ciertamente alojamiento; hoy en día pueden incluso tener una buena distribución, facilitar la vida práctica, tener precios asequibles, estar abiertas al aire, la luz y el sol; pero: ¿albergan ya en sí la garantía de que acontezca un habitar? Por otra parte, sin embargo, aquellas construcciones que no son viviendas no dejan de estar determinadas a partir del habitar en la medida en que sirven al habitar de los hombres. Así pues, el habitar sería en cada caso el fin que preside todo construir. Habitar y construir están el uno con respecto al otro en la relación de fin a medio. Ahora bien, mientras únicamente pensemos esto estamos tomando el habitar y el construir como dos actividades separadas, y en esto estamos representando algo que es correcto. Sin embargo, al mismo tiempo, con el esquema medio-fin estamos desfigurando las relaciones esenciales. Porque construir no es sólo medio y camino para el habitar, el construir es en sí mismo ya el habitar. ¿Quién nos dice esto? ¿Quién es que puede darnos una medida con la cual podamos medir de un cabo al otro la esencia de habitar y construir? La exhortación sobre la esencia de una cosa nos viene del lenguaje, en el supuesto de que prestemos atención a la esencia de éste. Sin embargo, mientras tanto, por el orbe de la tierra corre una carrera desenfrenada de escritos y de emisiones de lo hablado. El hombre se comporta como si fuera él el forjador y el dueño del lenguaje, cuando en realidad es éste el que es y ha sido siempre el señor del hombre. Tal vez, más que cualquier otra cosa, la inversión, llevada a cabo por el hombre, de esta relación de dominio es lo que empuja a la esencia de aquél a lo no hogareño. El hecho de que nos preocupemos por la corrección en el hablar está bien, sin embargo no sirve para nada mientras el lenguaje siga sirviendo únicamente como un medio para expresarnos. De entre todas las exhortaciones que nosotros, los humanos, podemos traer, desde nosotros, al hablar, el lenguaje es la suprema y la que, en todas partes, es la primera.

¿Qué significa entonces construir? La palabra del alto alemán antiguo correspondiente a construir, buan, significa habitar. Esto quiere decir: permanecer, residir. El significado propio del verbo bauen (construir), es decir, habitar, lo hemos perdido. Una huella escondida ha quedado en la palabra Nachbar (vecino). El Nachbar es el Nachgebur, el Nachgebauer, aquel que habita en la proximidad. Los verbos buri, büren, beuren, beuron significan todos el habitar, el habitat. Ahora bien, la antigua palabra buan, ciertamente, no dice sólo que construir sea propiamente habitar, sino que a la vez nos hace una seña sobre cómo debemos pensar el habitar que ella nombra. Cuando hablamos de morar, nos representamos generalmente una forma de conducta que el hombre lleva a calo junto con otras muchas. Trabajamos aquí y habitamos allí. No sólo habitamos, esto sería casi la inactividad; tenemos una profesión, hacemos negocios, viajamos y estando de camino habitamos, ahora aquí, ahora allí. Construir (bauen) significa originariamente habitar. Allí donde la palabra construir habla todavía de un modo originario dice al mismo tiempo hasta dónde llega la esencia del habitar. Bauen, buan, bhu, beo es nuestra palabra «bin» («soy») en las formas ich bin, du bist (yo soy, tú eres), la forma de imperativo bis, sei, (sé). Entonces ¿qué significa ich bin (yo soy)? La antigua palabra bauen, con la cual tiene que ver bin, contesta: «ich bin», «du bist» quiere decir: yo habito tú habitas. El modo como tú eres, yo soy, la manera según la cual los hombres somos en la tierra es el Buan, el habitar. Ser hombre significa: estar en la tierra como mortal, significa: habitar. La antigua palabra bauen significa que el hombre es en la medida en que habita; la palabra bauen significa al mismo tiempo abrigar y cuidar; así, cultivar (construir) un campo de labor (einen Acker bauen), cultivar (construir) una viña. Este construir sólo cobija el crecimiento que, desde sí, hace madurar sus frutos. Construir, en el sentido de abrigar y cuidar, no es ningún producir. La construcción de buques y de templos, en cambio, produce en cierto modo ella misma su obra. El construir (Bauen) aquí, a diferencia del cuidar, es un erigir. Los dos modos del construir -construir como cuidar, en latín collere, cultura; y construir como levantar edificios, aedificare- están incluidos en el propio construir. habitar. El construir como el habitar, es decir, estar en la tierra, para la experiencia cotidiana del ser humano es desde siempre, como lo dice tan bellamente la lengua, lo «habitual». De ahí que se retire detrás de las múltiples maneras en las que se cumplimenta el habitar, detrás de las actividades del cuidar y edificar. Luego estas actividades reivindican el nombre de construir y con él la cosa que este nombre designa. El sentido propio del construir, a saber, el habitar, cae en el olvido.

Este acontecimiento parece al principio como si fuera un simple proceso dentro del cambio semántico que tiene lugar únicamente en las palabras. Sin embargo, en realidad se oculta ahí algo decisivo, a saber: el habitar no es experienciado como el ser del hombre; el habitar no se piensa nunca plenamente como rasgo fundamental del ser del hombre.

Sin embargo, el hecho de que el lenguaje, por así decirlo, retire al significado propio de la palabra construir, el habitar, testifica lo originario de estos significados; porque en las palabras esenciales del lenguaje, lo que éstas dicen propiamente cae fácilmente en el olvido a expensas de lo que ellas mientan en primer plano. El misterio de este proceso es algo que el hombre apenas ha considerado aún. El lenguaje le retira al hombre lo que aquél, en su decir, tiene de simple y grande. Pero no por ello enmudece la exhortación inicial del lenguaje; simplemente guarda silencio. El hombre, no obstante, deja de prestar atención a este silencio.

Pero si escuchamos lo que el lenguaje dice en la palabra construir, oiremos tres cosas:

1.° Construir es propiamente habitar.

2.° El habitar es la manera como los mortales son en la tierra.

3.° El construir como habitar se despliega en el construir que cuida, es decir, que cuida el crecimiento... y en el construir que levanta edificios.

Si pensamos estas tres cosas, percibiremos una seña y obser­varemos esto: lo que sea en su esencia construir edificios es algo sobre lo que no podemos preguntar ni siquiera de un modo suficiente, y no hablemos de decidirlo de un modo adecuado a la cuestión, mientras no pensemos que todo construir es en sí un habitar. No habitamos porque hemos construido, sino que construimos y hemos construido en la medida en que habitamos, es decir, en cuanto que somos los que habitan. Pero ¿en qué consiste la esencia del habitar? Escuchemos una vez más la exhortación del lenguaje: el anti­guo sajón «wuon» y el gótico «wunian» significan, al igual que la antigua palabra bauen, el permanecer, el residir. Pero la palabra gótica «wunian» dice de un modo más claro cómo se experiencia este permanecer. «Wunian» significa: estar satisfecho (en paz); llevado a la paz, permanecer en ella. La palabra paz (Friede) significa lo li­bre, das Frye, y fry significa: preservado de daño y amenaza; preservado de..., es decir, cuidado. Freien (liberar) significa propiamente cuidar. El cuidar, en sí mismo, no consiste únicamente en no ha­cerle nada a lo cuidado. El verdadero cuidar es algo positivo, y acontece cuando de antemano dejamos a algo en su esencia, cuan­do propiamente realbergamos algo en su esencia; cuando, en co­rrespondencia con la palabra, lo rodeamos de una protección, lo po­nemos a buen recaudo. Habitar, haber sido llevado a la paz, quiere decir: permanecer a buen recaudo, apriscado en lo frye, lo libre, es decir, en lo libre que cuida toda cosa llevándola a su esencia. El rasgo fundamental del habitar es este cuidar (mirar por). Este ras­go atraviesa el habitar en toda su extensión. Ésta se nos muestra así que pensamos en que en el habitar descansa el ser del hombre, y descansa en el sentido del residir de los mortales en la tierra.

Pero «en la tierra» significa abajo el cielo». Ambas cosas co­-significan «permanecer ante los divinos» e incluyen un «perteneciendo a la comunidad de los hombres». Desde una unidad originaria pertenecen los cuatro -tierra, cielo, los divinos y los mortales­ a una unidad.

La tierra es la que sirviendo sostiene; la que floreciendo da frutos, extendida en roquedo y aguas, abriéndose en forma de plantas y animales. Cuando decimos tierra, estamos pensando ya con ella los otros Tres, pero, no obstante, no estamos considerando la simplicidad de los Cuatro.

El cielo es el camino arqueado del sol, el curso de la luna en sus distintas fases, el resplandor ambulante de las estrellas, las es­taciones del año y el paso de una a otra, la luz y el crepúsculo del día, oscuridad y claridad de la noche, lo hospitalario y lo inhóspito del tiempo que hace, el paso de las nubes y el azul profundo del éter. Cuando decimos cielo, estamos pensando con él los otros Tres, pero no estamos considerando la simplicidad de los Cuatro.

Los divinos son los mensajeros de la divinidad que nos hacen señas. Desde el sagrado prevalecer de aquélla aparece el Dios en su presente o se retira en su velamiento. Cuando nombramos a los divinos, estamos pensando en los otros Tres, pero no estamos considerando la simplicidad de los Cuatro.

Los mortales son los hombres. Se llaman mortales porque pueden morir. Morir significa ser capaz de la muerte como muer­te. Sólo el hombre muere, y además de un modo permanente, mientras está en la tierra, bajo el cielo, ante los divinos. Cuando nombramos a los mortales, estamos pensando en los otros Tres pero no estamos considerando la simplicidad de los Cuatro.

Esta unidad de ellos la llamamos la Cuaternidad. Los mortales están en la Cuaternidad al habitar. Pero el rasgo fundamental del habitar es el cuidar (mirar por). Los mortales habitan en el modo como cuidan la Cuaternidad en su esencia. Este cuidar que habita es así cuádruple.

Los mortales habitan en la medida en que salvan la tierra -retten (salvar), la palabra tomada en su antiguo sentido, que conocía aún Lessing. La salvación no sólo arranca algo de un peligro; salvar significa propiamente: franquearle a algo la entrada a su propia esencia. Salvar la tierra es más que explotarla o incluso estragarla. Salvar la tierra no es adueñarse de la tierra, no es hacerla nuestro súbdito, de donde sólo un paso lleva a la explotación sin límites.

Los mortales habitan en la medida en que reciben el cielo como cielo. Dejan al sol y a la luna seguir su viaje; a las estrellas su ruta; a las estaciones del año, su bendición y su injuria; no hacen de la noche día ni del día una carrera sin reposo.

Los mortales habitan en la medida en que esperan a los divinos como divinos. Esperando les sostienen lo inesperado yendo al encuentro de ellos; esperan las señas de su advenimiento y no desconocen los signos de su ausencia. No se hacen sus dioses ni practican el culto a ídolos. En la desgracia esperan aún la salvación que se les ha quitado.

Los mortales habitan en la medida en que conducen su esencia propia -ser capaces de la muerte como muerte- al uso de esta capacidad, para que sea una buena muerte. Conducir a los mortales a la esencia de la muerte no significa en absoluto poner como meta la muerte en tanto que nada vacía; tampoco quiere decir ensombrecer el habitar con una mirada ciega dirigida fijamente al fin.

En el salvar la tierra, en el recibir el cielo, en la espera de los divinos, en el conducir de los mortales acaece de un modo propio el habitar como el cuádruple cuidar (mirar por) de la Cuaternidad. Cuidar (mirar por) quiere decir: custodiar la Cuaternidad en su esencia. Lo que se toma en custodia tiene que ser albergado. Pero, si el habitar cuida la Cuaternidad ¿dónde guarda (en verdad) aquél su propia esencia? ¿Cómo llevan a cabo los mortales el habitar como este cuidar? Los mortales no serían nunca capaces de esto si el habitar fuera únicamente un residir en la tierra, bajo el cielo, ante los divinos, con los mortales. El habitar es más bien siempre un residir cabe las cosas. El habitar como cuidar guarda (en verdad) la Cuaternidad en aquello cabe lo cual los mortales residen: en las cosas.

Pero el residir cabe las cosas no es algo que esté simplemente añadido como un quinto elemento al carácter cuádruple del cui­dar del que hemos hablado; al contrario: el residir cabe las cosas es la única manera como se lleva a cabo cada vez de un modo unitario la cuádruple residencia en la Cuaternidad. El habitar cuida la Cuaternidad llevando la esencia de ésta a las cosas. Ahora bien, las cosas mismas albergan la Cuaternidad sólo cuando ellas mismas, en tanto que cosas, son dejadas en su esencia. ¿Cómo ocurre esto? De esta manera: los mortales abrigan y cuidan las cosas que cre­cen, erigen propiamente las cosas que no crecen. El cuidar y el erigir es el construir en el sentido estricto. El habitar, en la medida en que guarda (en verdad) a la Cuaternidad en las cosas, es, en tanto que este guardar (en verdad), un construir. Con ello se nos ha puesto en camino de la segunda pregunta:

II

¿En qué medida pertenece el habitar al construir?

La contestación a esta pregunta dilucida lo que es propiamente el construir pensado desde la esencia del habitar. Nos limitamos al construir en el sentido de edificar cosas y preguntamos: ¿qué es una cosa construida? Sirva como ejemplo para nuestra reflexión un puente.

El puente se tiende «ligero y fuerte» por encima de la corriente. No junta sólo dos orillas ya existentes. Es pasando por el puente como aparecen las orillas en tanto que orillas. El puente es propiamente lo que deja que una yazga frente a la otra. Es por el puente por el que el otro lado se opone al primero. Las orillas tampoco discurren a lo largo de la corriente como franjas fronterizas indiferentes de la tierra firme. El puente, con las orillas, lleva a la corriente las dos extensiones de paisaje que se encuentran detrás de estas orillas. Lleva la corriente, las orillas y la tierra a una vecindad recíproca. El puente coliga la tierra como paisaje en torno a la corriente. De este modo conduce a ésta por las vegas. Los pilares del puente, que descansan en el lecho del río, aguantan el impulso de los arcos que dejan seguir su camino a las aguas de la corriente. Tanto si las aguas avanzan tranquilas y alegres, como si las lluvias del cielo, en las tormentas, o en el deshielo, se precipitan en olas furiosas contra los arcos, el puente está preparado para los tiempos del cie­lo y la esencia tornadiza de éstos. Incluso allí donde el puente cubre el río, él mantiene la corriente dirigida al cielo, recibiéndola por unos momentos en el vano de sus arcos y soltándola de nuevo.

El puente deja a la corriente su curso y al mismo tiempo garantiza a los mortales su camino, para que vayan de un país a otro, a pie, en tren o en coche. Los puentes conducen de distintas maneras. El puente de la ciudad lleva del recinto del castillo a la plaza de la catedral; el puente de la cabeza de distrito, atravesando el río, lleva a los coches y las caballerías enganchadas a ellos a los pueblos de los alrededores. El viejo puente de piedra que, sin casi hacerse notar, cruza el pequeño riachuelo es el camino por el que pasa el carro de la cosecha, desde los campos al pueblo; lleva a la carreta de madera desde el sendero a la carretera. El puente que atraviesa la autopista está conectado a la red de líneas de larga distancia, una red establecida según cálculos y que debe lograr la mayor velocidad posible. Siempre, y cada vez de un modo distinto, el puente acompaña de un lado para otro los caminos vacilantes y apresurados de los hombres, para que lleguen a las otras ori­llas y finalmente, como mortales, lleguen al otro lado. El puente, en arcos pequeños o grandes, atraviesa río y barranco -tanto si los mortales prestan atención a lo superador del camino por él abierto como si se olvidan de él- para que, siempre ya de camino al último puente, en el fondo aspiren a superar lo que les es habitual y aciago, y de este modo se pongan ante la salvación de lo divino. El puente reúne, como el paso que se lanza al otro lado, llevando ante los divinos. Tanto si la presencia de éstos está considerada de propio y agradecido de un modo visible, en la figura del santo del puente, como si queda ignorada o incluso arrumbada.

El puente coliga según su manera cabe sí tierra y cielo, los divinos y los mortales.

Según una vieja palabra de nuestra lengua, a la coligación se la llama «thing». El puente es una cosa y lo es en tanto que la co­ligación de la Cuaternidad que hemos caracterizado antes. Se piensa, ciertamente, que el puente, ante todo y en su ser propio, es sin más un puente. Y que luego, de un modo ocasional, podrá expresar además distintas cosas. Como tal expresión, se dice, se convierte en símbolo, en ejemplo de todo lo que antes se ha nombrado. Pero el puente, si es un auténtico puente, no es nunca primero puente sin más y luego un símbolo. Y del mismo modo tampoco es de antemano sólo un símbolo en el sentido de que exprese algo que, tomado de un modo estricto, no pertenece a él. Si tomamos el puente en sentido estricto, aquél no se muestra nunca como expresión. El puente es una cosa y sólo esto. ¿Sólo? En tanto que esta cosa, coliga la Cuaternidad.

Nuestro pensar está habituado desde hace mucho tiempo a estimar la esencia de la cosa de un modo demasiado pobre. En el curso del pensar occidental esto tuvo como consecuencia que a la cosa se la representara como un ignotum X afectado por propiedades percibibles. Visto desde esta perspectiva, todo aquello que pertenece ya a la esencia coligante de esta cosa nos parece, ciertamente, como un aditamento introducido posteriormente por la interpretación. Sin embargo, el puente no sería nunca un puente sin más si no fuera una cosa.

El puente es, ciertamente, una cosa de un tipo propio, porque coliga la Cuaternidad de tal modo que otorga (hace sitio a) una plaza. Pero sólo aquello que en sí mismo es un lugar puede abrir un espacio a una plaza. El lugar no está presente ya antes del puente. Es cierto que antes de que esté puesto el puente, a lo largo de la corriente hay muchos sitios que pueden ser ocupados por algo. De entre ellos uno se da como un lugar, y esto ocurre por el puente. De este modo, pues, no es el puente el que primero viene a estar en un lugar, sino que por el puente mismo, y sólo por él, surge un lugar. El puente es una cosa, coliga la Cuaternidad, pero coliga en el modo del otorgar (hacer sitio a) a la Cuaternidad una plaza. Desde esta plaza se determinan plazas de pueblos y caminos por los que a un espacio se le hace espacio.

Las cosas que son lugares de este modo, y sólo ellas, otorgan cada vez espacios. Lo que esta palabra «Raum» (espacio) nombra lo dice su viejo significado: raum, rum quiere decir lugar franqueado para población y campamento.

Un espacio es algo aviado (espaciado), algo a lo que se le ha franqueado espacio, o sea dentro de una frontera, en griego p¡raw.

La frontera no es aquello en lo que termina algo, sino, como sabían ya los griegos, aquello a partir de donde algo comienza a ser lo que es (comienza su esencia). Para esto está el concepto: õrismñw, es decir, frontera. Espacio es esencialmente lo aviado (aquello a lo que se ha hecho espacio), lo que se ha dejado entrar en sus fronteras. Lo espaciado es cada vez otorgado. y de este modo ensamblado es decir, coligado por medio de un lugar, es decir, por una cosa del tipo del puente. De ahí que los espacios reciban su esencia desde lugares y no desde «el» espacio.

A las cosas que, como lugares, otorgan plaza las llamaremos ahora, anticipando lo que diremos luego, construcciones. Se llaman así porque están pro-ducidas por el construir que erige. Pero qué tipo de producir tiene que ser este construir es algo que experienciaremos sólo si primero consideramos la esencia de aquellas cosas que, desde sí mismas, exigen para su producción el construir como pro-ducir. Estas cosas son lugares que otorgan plaza a la Cuaternidad, una plaza que avía siempre un espacio. En la esencia de estas cosas como lugares está el respecto de lugar y espacio, pero está también la referencia del espacio al hombre que reside cabe el lugar. Por esto vamos a intentar ahora aclarar la esencia de estas cosas que lamamos construcciones considerando brevemente lo que Sigue.

Primero: ¿en qué referencia están lugar y espacio?, y luego: ¿cuál es la relación entre hombre y espacio?

El puente es un lugar. Como tal cosa otorga un espacio en el que están admitidos tierra v cielo, los divinos y los mortales. El espacio otorgado por el puente (al que el puente ha hecho sitio) contiene distintas plazas, más cercanas o más lejanas al puente. Pero estas plazas se dejan estimar ahora corno meros sitios entre los cuales hay una distancia medible, una distancia, en griego st‹dion, es siempre algo a lo que se ha aviado (se ha hecho espacio), y esto por meros emplazamientos. Aquello que los sitios han aviado es un espacio de un determinado tipo. Es, en tanto que distancia, lo que la misma palabra stadion nos dice en latín: un «spatium», un espacio intermedio. De este modo, cercanía y lejanía entre hombres y cosas pueden convertirse en meros alejamientos, en distancias del espacio intermedio. En un espacio que está representado sólo como spatium el puente aparece ahora como un mero algo que está en un emplazamiento, el cual siempre puede estar ocupado por algo distinto o reemplazado por una marca. No sólo eso, desde el espacio como espacio intermedio se pueden sacar las simples extensiones según altura, anchura y profundidad. Esto, abstraído así, en latín abstractum, lo representamos como la pura posibilidad de las tres dimensiones. Pero lo que esta pluralidad avía no se determina ya por distancias, no es ya ningún spatium, sino sólo extensio, extensión. El espacio como extensio puede ser objeto de otra abstracción, a saber, puede ser abstraído a relaciones analítico-algebraicas. Lo que éstas avían es la posibilidad de la construcción puramente matemática de pluralidades con todas las dimensiones que se quieran. A esto que las matemáticas han aviado podemos llamarlo «el» espacio. Pero «el» espacio en este sentido no contiene espacios ni plazas. En él no encontraremos nunca lugares, es decir, cosas del tipo de un puente. Ocurre más bien lo contrario: en los espacios que han sido aviados por los lugares está siempre el espacio como espacio intermedio, y en éste, a su vez, el espacio como pura extensión. Spatium y extensio dan siempre la posibilidad de espaciar cosas y de medir (de un cabo al otro) estas cosas según distancias, según trechos, según direcciones, y de calcular estas medidas. Sin embargo, en ningún caso estos números-medida y sus dimensiones, por el solo hecho de que se puedan aplicar de un modo general a todo lo extenso, son ya el fundamento de la esencia de los espacios y lugares que son medibles con la ayuda de las Matemáticas. Hasta qué punto la Física moderna ha sido obligada por la cosa misma a representar el medio espacial del espacio cósmico como unidad de campo que está determinada por el cuerpo como centro dinámico, es algo que no puede ser dilucidado aquí.

Los espacios que nosotros estamos atravesando todos los días están aviados por los lugares; la esencia de éstos tiene su fundamento en cosas del tipo de las construcciones. Si prestamos atención a estas referencias entre lugares y espacios, entre espacios y espacio, obtendremos un punto de apoyo para considerar la relación entre hombre y espacio.

Cuando se habla de hombre y espacio, oímos esto como si el hombre estuviera en un lado y el espacio en otro. Pero el espacio no es un enfrente del hombre, no es ni un objeto exterior ni una vivencia interior. No hay los hombres y además espacio; porque cuando digo «un hombre» y pienso con esta palabra en aquel que es al modo humano, es decir, que habita, entonces con la palabra «un hombre» estoy nombrando ya la residencia en la Cuaternidad, cabe las cosas. Incluso cuando nos las habemos con cosas que no están en la cercanía que puede alcanzar la mano, residimos cabe estas cosas mismas. No representamos las cosas lejanas meramente -como se enseña- en nuestro interior, de tal modo que, como sus­titución de estas cosas lejanas, en nuestro interior y en la cabeza, sólo pasen representaciones de ellas. Si ahora nosotros -todos nosotros-, desde aquí pensamos el viejo puente de Heidelberg, el di­rigir nuestro pensamiento a aquel lugar no es ninguna mera vi­vencia que se dé en las personas presentes aquí; lo que ocurre más bien es que a la esencia de nuestro pensar en el mencionado puente pertenece el hecho de que este pensar aguante en sí la lejanía con respecto a este lugar. Desde aquí estamos cabe aquel puente de allí, y no, como si dijéramos, cabe un contenido de representación que se encuentra en nuestra conciencia. Incluso puede que desde aquí estemos más cerca de aquel puente y de aquello que él avía que aquellos que lo usan todos los días como algo indiferente para pasar el río. Los espacios y con ellos «el» espacio están ya siempre aviados a la residencia de los mortales. Los espacios se abren por el hecho de que se los deja entrar en el habitar de los hombres. Los mortales son; esto quiere decir: habitando aguantan espacios sobre el fundamento de su residencia cabe cosas y lugares. Y sólo porque los mortales, conforme a su esencia, aguantan espacios, pueden atravesar espacios. Sin embargo, al andar no abandonamos aquel estar (del aguantar). Más bien estamos yendo por espa­cios de un modo tal que, al hacerlo, ya los aguantamos residiendo siempre cabe lugares y cosas cercanas y lejanas. Cuando me dirijo a la salida de la sala, estoy ya en esta salida, y no podría ir allí si yo no fuera de tal forma que ya estuviera allí. Yo nunca estoy solamente aquí como este cuerpo encapsulado, sino que estoy allí, es decir, aguantando ya el espacio, y sólo así puedo atravesarlo.

Incluso cuando los mortales «entran en sí mismos» no abandonan la pertenencia a la Cuaternidad. Cuando nosotros -como se dice- meditamos sobre nosotros mismos, vamos hacia nosotros vol­viendo de las cosas, sin abandonar la residencia cabe las cosas. Incluso la pérdida de respecto con las cosas que aparecen en esta­dos depresivos, no sería posible en absoluto si este estado no siguiera siendo lo que él es como estado humano, es decir, una residencia cabe las cosas. Sólo si esta residencia ya determina al ser del hombre, pueden las cosas, junto a las cuales estamos, llegar a no decirnos nada, a no importarnos ya nada.

El respecto del hombre con los lugares y, a través de los lugares, con espacios descansa en el habitar. El modo de habérselas de hombre y espacio no es otra cosa que el habitar pensado de un modo esencial.

Cuando reflexionamos, del modo como hemos intentado hacerlo, sobre la relación entre lugar y espacio, pero también sobre el modo de habérselas de hombre y espacio, se hace una luz sobre la esencia de las cosas que son lugares y que nosotros llamamos construcciones.

El puente es una cosa de este tipo. El lugar deja entrar la simplicidad de tierra y cielo, de divinos y de mortales a una plaza, instalando la plaza en espacios. El lugar avía la Cuaternidad en un doble sentido. El lugar admite a la Cuaternidad e instala a la Cuaternidad. Ambos, es decir, aviar como admitir y aviar como instalar se pertenecen el uno al otro. Como tal doble aviar, el lugar es un cobijo de la Cuaternidad o, como dice la misma palabra, un Huis, una casa. Las cosas del tipo de estos lugares dan casa a la residencia del hombre. Las cosas de este tipo son viviendas, pero no moradas en el sentido estricto.

El producir de tales cosas es el construir. Su esencia descansa en que esto corresponde al tipo de estas cosas. Son lugares que otorgan espacios. Por esto, el construir, porque instala lugares, es un instituir y ensamblar de espacios. Como el construir pro-duce lugares, con la inserción de sus espacios, el espacio como spatium y como extensio llega necesariamente también al ensamblaje cósico de las construcciones. Ahora bien, el construir no configura nunca «el» espacio. Ni de un modo inmediato ni de un modo mediato. Sin embargo, el construir, al pro-ducir las cosas como lugares, está más cerca de la esencia de los espacios y del provenir esencial «del» espacio que toda la Geometría y las Matemáticas. Este construir erige lugares que avían una plaza a la Cuaternidad. De la simplicidad en la que tierra y cielo, los divinos y los mortales se pertenecen mutuamente, recibe el construir la indicación para su erigir lugares.

Desde la Cuaternidad, el construir toma sobre sí las medidas para toda medición transversal de los espacios y para todo tomar la medida de los espacios que están cada vez aviados por los lugares instituidos. Las construcciones mantienen (en verdad) a la Cuaternidad. Son cosas que, a su modo, cuidan (miran por) la Cuaternidad. Cuidar la Cuaternidad, salvar la tierra, recibir el cielo, estar a la espera de los divinos, guiar a los mortales, este cuádruple cuidar es la esencia simple del habitar. De este modo, las auténticas construcciones marcan el habitar llevándolo a su esencia y dan casa a esta esencia.

Este construir que acabamos de caracterizar es un dejar habitar distinto de los demás. Si es esto de hecho, entonces el construir ha correspondido ya a la exhortación de la Cuaternidad. Sobre esta correspondencia permanece fundado todo planificar que, por su parte, abre a los proyectos las zonas adecuadas para sus líneas directrices.

Así que intentamos pensar desde el dejar habitar la esencia del construir que erige, experienciamos de un modo más claro dónde descansa aquel pro-ducir como una actividad cuyos rendimientos tienen como consecuencia un resultado, la construcción terminada. Se puede representar el pro-ducir así: uno aprehende algo correcto y, no obstante, no acierta nunca con su esencia, que es un traer que pone delante. En efecto, el construir trae la Cuaternidad llevándola a una cosa, el puente, y pone la cosa delante como un lugar llevándolo a lo ya presente, que ahora, y no antes, está aviado por este lugar.

Pro-ducir (hervorbringen) se dice en griego tÛktv. A la raíz tec de este verbo pertenece la palabra t¡xnh, técnica. Esto para los griegos no significa ni arte ni oficio manual sino: dejar que algo, como esto o aquello, de este modo o de este otro, aparezca en lo presente. Los griegos piensan la t¡xnh, el pro-ducir, desde el dejar aparecer. La t¡xnh que hay que pensar así se oculta desde hace mucho tiempo en lo tectónico de la arquitectura. Últimamente se oculta aún, y de un modo más decisivo, en lo tectónico de la técnica de los motores. Pero la esencia del pro-ducir que construye no se puede pensar de un modo suficiente a partir del arte de construir ni de la ingeniería ni de una mera copulación de ambas. El pro-ducir que construye tampoco estaría determinado de un modo adecuado si quisiéramos pensarlo en el sentido de la t¡xnh griega originaria sólo como un dejar aparecer que trae algo pro-ducido como algo presente en lo ya presente.

La esencia del construir es el dejar habitar. La cumplimentacicín de la esencia del construir es el erigir lugares por medio del ensamblamiento de sus espacios. Sólo si somos capaces de habitar podemos construir. Pensemos por un momento en una casa de cam­po de la Selva Negra que un habitar todavía rural construyó hace siglos. Aquí la asiduidad de la capacidad de dejar que tierra y cielo, divinos y mortales entren simplemente en las cosas ha erigido la casa. Ha emplazado la casa en la ladera de la montaña que está a resguardo del viento, entre las praderas, en la cercanía de la fuente. Le ha dejado el tejado de tejas de gran alero, que, con la inclinación adecuada, sostiene el peso de la nieve y, llegando hasta muy abajo, protege las habitaciones contra las tormentas de las largas noches de invierno. No ha olvidado el rincón para la imagen de nuestro Señor, detrás de la mesa comunitaria; ha aviado en la ha­bitación los lugares sagrados para el nacimiento y «el árbol de la muerte», que así es como se llama allí al ataúd; y así, bajo el tejado, a las distintas edades de la vida les ha marcado de antemano la impronta de su paso por el tiempo. Un oficio, que ha surgido él mismo del habitar, que necesita además sus instrumentos y sus andamios como cosas, ha construido la casa de campo.

Sólo si somos capaces de habitar podemos construir. La indicación de la casa de campo de la Selva Negra no quiere decir en modo alguno que deberíamos, y podríamos, volver a la construcción de estas casas , sino que ésta, con un habitar que ha sido hace ver cómo este habitar fue capaz de construir.

Pero el habitar es el rasgo fundamental del ser según el cual son los mortales. Tal vez este intento de meditar en pos del habi­tar y el construir puede arrojar un poco más de luz sobre el hecho de que el construir pertenece al habitar y sobre todo sobre el modo como de él recibe su esencia. Se habría ganado bastante si habitar y construir entraran en lo que es digno de ser preguntado y de este modo quedaran como algo que es digno de ser pensado.

Sin embargo, el hecho de que el pensar mismo, en el mismo sentido que el construir, pero de otra manera, pertenezca al habi­tar es algo de lo que el camino del pensar intentado aquí puede dar testimonio.

Construir y pensar son siempre, cada uno a su manera, ineludibles para el habitar. Pero al mismo tiempo serán insuficientes para el habitar mientras cada uno lleve lo Suyo por separado en lugar de escucharse el uno al otro. Serán capaces de esto si ambos, construir y pensar, pertenecen al habitar, permanecen en sus propios límites y saben que tanto el uno como el otro vienen del taller de una larga experiencia y de un incesante ejercicio.

Intentamos meditar en pos de la esencia del habitar. El siguiente paso sería la pregunta: ¿qué pasa con el habitar en ese tiempo nuestro que da que pensar? Se habla por todas partes, y con razón, de la penuria de viviendas. No sólo se habla, se ponen los medios para remediarla. Se intenta evitar esta penuria haciendo viviendas, fomentando la construcción de viviendas, planificando toda la industria y el negocio de la construcción. Por muy dura y amarga, por muy embarazosa y amenazadora que sea la carestía de viviendas, la auténtica penuria del habitar no consiste en pri­mer lugar en la falta de viviendas. La auténtica penuria de viviendas es más antigua aún que las guerras mundiales y las destruc­ciones, más antigua aún que el ascenso demográfico sobre la tierra y que la situación de los obreros de la industria. La auténtica penuria del habitar descansa en el hecho de que los mortales primero tienen que volver a buscar la esencia del habitar, de que tienen que aprender primero a habitar. ¿Qué pasaría si la falta de suelo natal del hombre consistiera en que el hombre no considera aún la pro­pia penuria del morar como la penuria? Sin embargo, así que el hom­bre considera la falta de suelo natal, ya no hay más miseria. Aquélla es, pensándolo bien y teniéndolo bien en cuenta, la única exhortación que llama a los mortales al habitar.

Pero ¿de qué otro modo pueden los mortales corresponder a esta exhortación si no es intentando por su parte, desde ellos mis­mos, llevar el habitar a la plenitud de su esencia? Llevarán a cabo esto cuando construyan desde el habitar y piensen para el habitar.

Martin Heidegger

Conferencia impartida por el Dr Pablo Guerra.

El pensamiento comunitarista en el Siglo XXI

Por Dr. Pablo Guerra[1]

Estimadas amigas y amigos: vaya en primer lugar un especial agradecimiento al Instituto Humanista Cristiano por la invitación formulada. Quiero además, expresar mi alegría por esta convocatoria, y por el hecho de que provenga de un Instituto que lleva no solo la impronta, sino también el nombre, de una de las figuras más relevantes del humanismo cristiano y del viejo pensamiento comunitarista en el continente, esto es, la figura del entrañable Juan Pablo Terra.

En esta oportunidad se nos ha pedido pudiéramos disertar sobre el pensamiento comunitarista en el Siglo XXI. Si los organizadores estimaban correcto detenerse en esta perspectiva, es porque seguramente pensaban en la existencia de un pensamiento comunitarista antes de este siglo que recién comienza. Y ciertamente, podemos decir que el pensamiento comunitarista tiene una primera raíz en el Siglo XIX, una segunda raíz en el Siglo XX, y una tercera raíz, la del pensamiento comunitarista contemporáneo, que situamos en el tiempo sobre fines del Siglo XX y con un presente muy significativo en este principio de Siglo XXI.

En todos los casos, el comunitarismo nace como una plural y muchas veces heterogénea corriente de pensamiento que tiene como contrareferente al pensamiento excesivamente individualista, de raíz liberal, que comienza a dominar la escena en materia de filosofía política a partir del Siglo XVIII, con indudables avances en el plano no solo de las ideas, sino también de las prácticas sociales y económicas sobre todo luego de la revolución industrial.

Justamente este hecho histórico, situado en Inglaterra sobre fines del Siglo XVIII, marcará el auge del liberalismo económico, y promoverá los principales cambios socioeconómicos de la mano de un libre mercado que terminará por sentar las bases de lo que autores de la época llamaron “la cuestión social”, caracterizada por una verdadera “dislocación social” productora de segregación, marginalidad, pobreza y explotación como probablemente nunca antes se haya conocido en la historia de la humanidad.

Es en este contexto que nace el pensamiento comunitarista del Siglo XIX. Lo hace, en el marco del nacimiento de las principales ideologías que dominarán la escena del Siglo XX, y en el marco también de las primeras elaboraciones de las ciencias sociales. Justamente el comunitarismo se caracterizará desde entonces por permitirse la confluencia de las ciencias positivas, del pensamiento filosófico, así como del discurso ideológico.

¿Cuáles eran las principales banderas del comunitarismo del Siglo XIX y donde se encontraban?. De manera muy rápida digamos que las principales banderas eran las de la oposición al paradigma individualista y materialista que fomentaba una sociedad fría, con escasos vínculos solidarios. De hecho, buena parte del análisis sociológico del Siglo XIX hacía hincapié en el pasaje de un modelo comunitario a otro más individualista (Tönnies), o para decirlo en clave durkheimiana, de una solidaridad mecánica a otra orgánica. En el plano más ideológico cabe mencionar la importancia que tuvo el variopinto socialismo utópico así como el pensamiento libertario y cooperativo en estas materias, tan interesados en la reflexión teórica como en la puesta en práctica de numerosas experiencias de carácter comunitario. Figuras como Buchez, o el propio Owen podrían resultar ilustrativos de estas corrientes.

Durante el Siglo XX el pensamiento comunitario vuelve a la escena con autores de la talla de Buber, Maritain y Mounier, entre otros. La clave para comprender el pensamiento comunitario en los mediados del Siglo XX, es la necesidad de pensar en paradigmas alternativos a los hegemónicos entonces, tratando de superar, por ejemplo, los totalitarismos de derechas e izquierdas, así como el modelo liberal – capitalista, componentes de lo que Mounier calificaba entonces un verdadero “desorden establecido”. Justamente el fundador de Esprit señalaría que la despersonalización del mundo moderno y la decadencia de la idea comunitaria conducían a una “sociedad sin rostro”, de puras masas, donde el prójimo se aleja y “no quedan más que semejantes que no se miran”[2]. Maritain, por su lado, buscando la mejor síntesis posible entre la libertad y la justicia social, condenaría tanto las salidas del comunismo totalitario como del individualismo burgués, con sus “crisis de moralidad” así como sus “desastrosos espasmos de la economía liberal y capitalista”. Martin Buber, desde su humanismo hebreo, por su parte, velará no solo por la construcción de una filosofía personalista (relación yo – tú), sino además por su vivencia práctica por medio de los populares kibbutzim de Israel, uno de los casos de economía comunitaria más impresionantes del Siglo XX.

La tercera oleada del pensamiento comunitario, por su parte, es la que estrictamente llamamos comunitarismo contemporáneo –para distinguirlo de los anteriores-, y por cierto, es la oleada que continúa vigente de cara a buena parte del Siglo XXI.

Sin desconocer la importancia que para esta tercera oleada tuvieron las dos anteriores, digamos que el comunitarismo contemporáneo tiene sus propios motivos fundacionales y sus propias elaboraciones. A fuerza de ser sintético con Uds., corresponde señalar un primer emergente del comunitarismo contemporáneo, anclado en un debate de filosofía política muy rico en el mundo anglosajón, que tuvo lugar fundamentalmente luego de la publicación por parte de John Rawls de su obra máxima, Teoría de la Justicia (1971). Desde entonces, las posiciones comienzan a dividir aguas entre liberales y comunitaristas, donde destacan figuras de la talla de Buchanan, Friedman, o Nozick entre los primeros; Dworkin en posiciones más mesuradas; o MacIntyre, Walzer y Taylor entre los segundos. Algunos de los aspectos compartidos por estos comunitaristas en oposición a los filósofos liberales, tienen que ver con aspectos tales como la importancia de los valores sociales para la construcción de determinada concepción de bien; la importancia de las diversas comunidades que integramos a la hora de generarnos identidad y socialización; la concepción de la política más allá de mero espacio contractualista para garantizar los derechos individuales; la importancia de pensar qué es una buena sociedad y cómo se llega a ella más allá del subjetivismo individualista, así como el papel que le corresponde a las comunidades y al Estado en tal sentido.


Un segundo emergente del comunitarismo contemporáneo surge, mientras tanto, desde concepciones más vinculadas a las ciencias sociales (sociología, ciencias políticas y economía preferentemente). Se trata de la obra desarrollada fundamentalmente por el sociólogo Amitai Etzioni, especialmente preocupado desde los años ochenta por la fuerte ofensiva del individualismo a partir del Gobierno de Reagan en los EUA, tanto en los planos sociales y culturales como en el plano económico. La ausencia de valores en los discursos y en la práctica de la economía, por ejemplo, era un mal que envolvía incluso a las perspectivas más “progresistas de la época”. Cuenta nuestro autor, que con ocasión del dictado de unas clases en la Universidad de Harvard, los hombres de negocios le pedían por favor que no les hablara ni de la familia ni de la moral, pues estas cosas más valía desconocerlas que manejarlas en el mundo de la economía, donde el único valor que debería existir es el de dejar actuar en el marco de la más absoluta libertad. Sucesos como esos, le llevan a conformar junto a muchos otros académicos, entre quienes por ejemplo, Amartya Sen, una Plataforma Comunitaria en 1990 inicialmente firmada por cien académicos norteamericanos, que luego da lugar a una Red de Comunitaristas que reúne actualmente a unos 4000 de todas las nacionalidades y desde todos los rincones del mundo. Dicha Plataforma Comunitaria estaba basada en los siguientes asuntos:

- La importancia del sistema democrático fundamentalmente para construir valores compartidos mediante el permanente diálogo, la mayor participación posible, y la mayor cantidad de información y medios de expresión para la ciudadanía.
- Entender a la familia como la principal institución de la sociedad civil, encargada de funciones intransferibles. Para ello, la sociedad toda debe velar por el mejor cumplimiento posible de esas funciones, especialmente en lo referido a atender las necesidades de los niños.
- Entender a la escuela como una institución fundamental a la hora de formar en valores, como ser, según reza en el texto original: “la dignidad de cada persona debe respetarse; la tolerancia es una virtud y la discriminación un pecado; la resolución pacífica de los conflictos es superior a la violencia; decir la verdad es moralmente superior a la mentira; un gobierno democrático es moralmente superior a uno totalitario y a uno autoritario; se debe ahorrar para el futuro propio y el del país, lo que es mejor que derrochar los ingresos y que depender de los otros para satisfacer las necesidades futuras”.
- La defensa de los principios de solidaridad y subsidiaridad.
- El deber cívico de la participación política, revalorizando los espacios propiamente políticos.
- El deber de la justicia social.

Obviamente que esta Plataforma es muy norteamericana, y más allá de los puntos de acuerdo, los comunitaristas latinoamericanos estamos llamados a construir nuestra propia agenda y definiciones. Es así que desde hace algunos años, bajo el liderazgo del Profesor José Pérez Adán, un grupo de iberoamericanos hemos asumido el reto de divulgar estas ideas desde nuestra propia realidad social y cultural. Más allá de ciertos esfuerzos editoriales, como ser las publicaciones de varios libros colectivos en estas materias, el paso más desafiante ocurre en el 2003, cuando creamos la Asociación Iberoamericana de Comunitaristas (AIC), que actualmente coordinamos junto al citado Pérez Adán, y a la Dra. Alicia Ocampo, de México. Desde esta Asociación bregamos entonces por una mirada específica de nuestros propios retos desde una perspectiva comunitaria, a la par que asumimos ciertos presupuestos comunes al pensamiento comunitarista universal, a saber:.

Creemos que nuestro principal contrareferente es la cultura individualista post moderna, esquiva, entre otras cosas, a establecer prioridades desde el punto de vista valorativo. Compartimos en tal sentido, que el reconocimento, por ejemplo, del derecho a la vida por encima del derecho a la propiedad, es la garantía básica de un ordenamiento jurídico justo en lo que atañe a la equidad entre las personas[3]. Del mismo modo ocurre con el derecho a la protección del ambiente frente al derecho de emprender cualquier actividad económica, o respecto de la importancia de la comunidad Cruz Roja sobre la comunidad de Club de Admiradores de Ricky Martin, para poner un ejemplo categórico en la materia.

Discernir prioridades desde el punto de vista normativo, implica discutir qué entendemos por una buena sociedad. Para los comunitaristas, este es un debate que debe interrogarnos desde la perspectiva del bien común, para lo cuál es necesario mucho diálogo y determinados consensos mínimos que puedan garantizar la mayor convivencia posible[4].

Una buena sociedad para los comunitaristas supone equilibrio en tres puntos de apoyo cuyas magnitudes particulares dependerá de cada caso: el estado, la comunidad, y el mercado. Los comunitaristas rechazamos la idea de una sociedad de mercado, y preferimos hablar de una economía con mercado. Asimismo, los comunitaristas creemos en la primacía de lo social sobre lo económico, un dominio imprescindible desde el punto de vista de la sustentabilidad social de cualquier modelo, que como explica Polanyi se revierte con los principios liberales de la economía pura de mercado. Para los comunitaristas, las diversas fórmulas de economía de la solidaridad son desde muchos puntos de vista, superiores a las experiencias tantas veces alienantes que persiguen solo la maximización de utilidades.

Una buena sociedad, implicará definir qué valores, actitudes, comportamientos, e instituciones ayudan a crear “salud social”, y cuáles contribuyen a debilitarla. Luego, el comunitarista confía más en la persuasión y en la educación, que en la pena y la represión para avanzar en la conquista de determinados objetivos.

Una buena sociedad, al decir de Etzioni, supone reconocer derechos individuales inalienables, así como responsabilidades sociales para con los demás. Nuestra cultura hegemónica, como se comprenderá, gira en torno a los derechos, pero raramente hace hincapié en las responsabilidades que nos corresponden.


Una buena sociedad, finalmente debe basarse en un correcto equilibrio entre libertad y orden. Muchas sociedades contemporáneas, por ejemplo, viven en un permanente autoritarismo y por lo tanto necesitan de fuertes dosis de libertades, públicas y privadas. Otras, sin embargo, se han corrido desde la libertad hacia cierto libertinaje, de donde se deduce que lo que necesitan es cierta dosis de orden. Comprenderá nuestro auditorio que este binomio libertades – orden, es de particular importancia en cualquier ámbito social: las familias deben decidir sobre la dosis adecuada de cada uno de estos elementos, así como los partidos políticos, las organizaciones civiles, y por ende también la sociedad en su conjunto.

Los principales retos para los comunitaristas contemporáneos que vivimos en el sur del mundo, vienen, sin embargo, de la certeza de estar casi en las antípodas de esa buena sociedad.

Queremos ser contundentes en afirmar que una sociedad comunitaria implica trabajar constantemente para defender una cultura de la paz: con guerras y violencia interna no hay comunitarismo posible.

Una sociedad comunitaria implica trabajar con mucha fuerza y dedicación para garantizar un nivel de vida mínimamente decoroso para todos: con indigencia y pobreza generalizada no hay comunitarismo posible.

Una sociedad comunitaria implica apostar con fuerza por la lucha contra la segregación y marginalidad: con ciertos barrios para ricos y otros para pobres, con escuelas para ricos y otras para pobres, con trabajo para algunos y desempleo para otros, no hay comunitarismo posible.

Una sociedad comunitaria, entre otras cosas, implica una nueva cultura del servicio público: con corrupción generalizada y con gobernantes enriquecidos a costa del pueblo, -digámoslo claramente- no hay comunitarismo que se sostenga en el tiempo.


Los comunitaristas soñamos con una sociedad más igualitaria y justa, una sociedad más participativa, una sociedad más integrada y más dialogante, una sociedad más preocupada por el bien común. Todos estos valores pueden y deben generar políticas específicas. A manera de ejemplos:

Si definimos que un problema contemporáneo es la creciente privatización de nuestras vidas, entonces alentemos las actividades comunitarias y fortalezcamos las plazas y los espacios públicos.

Si definimos que otro problema es la distancia entre gobernantes y gobernados y la escasa participación ciudadana en los asuntos públicos, entonces propiciemos nuevos mecanismos que permitan un mayor ejercicio de la ciudadanía activa.

Si verdaderamente somos de la idea que la familia es una institución fundamental con funciones insustituibles, entonces diseñemos políticas para fortalecerla. Si la correcta crianza de los niños es una tarea difícil pero imprescindible para el futuro de cualquier sociedad, entonces transfiramos riquezas y recursos para poder hacerlo de la mejor forma posible.

Si realmente creemos en la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer, utilicemos todas las herramientas a nuestro alcance para velar por la equidad a nivel gubernamental, a nivel de mercados de trabajo, y también en el hogar. Esto último supone compartir roles y obligaciones, pero también derechos. Así como el varón deberá asumir más responsabilidades en las labores hogareñas, es de esperar pueda gozar también del derecho a una licencia por paternidad.

Si realmente el trabajo es fuente de ingresos, de identidad, de status social, y también de autoestima, entonces, es clave que nuestras políticas públicas estén orientadas a generar trabajo digno. Y si es mejor el trabajo asociativo que el trabajo aislado, si es mejor integrar fines comunitarios que meramente comerciales, si es mejor la responsabilidad social que la mera maximización de ganancias, entonces, se deberá apoyar especialmente a las economías solidarias.


Creemos en la necesidad de compartir nuestros sueños con todos, y que fruto de ese compartir puedan especificarse los derechos y obligaciones de cada individuo y de cada comunidad en procura de construir esa buena sociedad. Es tiempo de esperanzas. Y las esperanzas o son compartidas, o no son tales.
[1] Uruguayo. Sociólogo. Profesor en la Universidad de la República y Universidad Católica del Uruguay. Coordinador de la Asociación Iberoamericana de Comunitaristas (AIC).
[2] Cfr. Mounier, E.: Manifeste au Service du Personnalisme, París, Ed. Du Seuil, 1961.
[3] Cfr. Pérez Adán, J. (ed): Comunidades, Madrid, Arbor No. 652, Csic, Abril de 2000.
[4] Sin descartar ciertamente la importancia del conflicto en las sociedades contemporáneas.