Me interesa la piel de las ciudades: Manuel de Solà-Morales

"lo esencial que tiene que dar hoy la arquitectura al ciudadano es el sentido de pertenencia, ciudadanía se diría en el castellano más clásico."

publicado en El País, 12 de octubre 2008.
Gracias Marilin!

Arquitecto y padre de la apertura de Barcelona al mar, Manuel de Solà-Morales, el mayor teórico del urbanismo español, cuestiona la arquitectura de las grandes estrellas, pero apuesta por el desorden de las nuevas ciudades.

Es nieto, hijo y hermano de arquitectos, una saga en la que el apellido De Solà-Morales ha figurado estrechamente unido a la arquitectura barcelonesa del último siglo. Su abuelo materno fue un conocido arquitecto del modernismo catalán, brazo derecho de Gaudí. Su padre, decano del colegio de arquitectos, ya invitaba a figuras como Alvar Aalto. Su hermano, Ignasi, reconstruyó el teatro del Liceo tras el incendio. Y él abrió Barcelona al mar con el famoso Moll de la Fusta.

Manuel de Solà-Morales, premio Jaime I de Urbanismo 2008, es una de las voces más autorizadas del urbanismo español, hasta el punto de que algunos de sus colegas le consideran el mejor urbanista español de los últimos 40 años. Hay proyectos suyos por media Europa: Oporto, Berlín, Rotterdam, Nantes, Amberes o La Haya. Es una rara avis que todavía habla de ética, y admite que el éxito mediático de la arquitectura de las grandes estrellas se ha convertido en "una enfermedad".

Culto y con fama de exquisito, De Solà-Morales tiene, a sus 69 años, ese aspecto informal que caracteriza a muchos intelectuales barceloneses, siempre con un toque de descuidado diseño en el vestir. El hablar reposado y su refinada educación no ocultan un carácter peleón y tenaz. No en balde tiene fama de ser un duro contrincante. Su estudio, una antigua fábrica de tres alturas, es amplio y sobrio de materiales. Calidad y elegancia parece el sello de la casa. En la última planta, un rincón con libros y cuadros, se ha convertido en lugar de reposo del arquitecto, que fue discípulo de Josep Lluís Sert en Harvard y Quaroni en Roma.

Acaban de pasar dos acontecimientos en los que la arquitectura ha tenido mucho que ver, la Bienal de Venecia y la Expo de Zaragoza. En Venecia se ha planteado la disyuntiva: edificios o arquitectura. Su director, Bestky, dice que "los edificios son la tumba de la arquitectura", y que una arquitectura que pretenda dar soluciones construyendo "es falsa y está muerta". ¿Es un divertimento para arquitectos o responde a algo más serio? Esta postura de la Bienal de Venecia, o de su director, me parece un poco anticuada porque responde a esa idea de que la arquitectura puede reducirse a conceptos y, por tanto, su interés intelectual puede agotarla por entero, reducirse a ser inmaterial. Yo creo que la fuerza de la materia es muy importante en todo; una arquitectura sin corporeidad no es que no pueda existir, existe en los dibujos, en los papeles, en las ideas, en las teorías, pero porque hace referencia a una experiencia. Y es muy escasa la experiencia sin arquitectura construida, sin obra física. No digo que no sea posible, lo es para algunas personas que se dedican a la especulación intelectual; pero la arquitectura socialmente significativa, que es la que nos interesa, que sirva a la gran mayoría de las personas, no puede hacerse ni defenderse sólo con ideas. Hace 30 años, otra ola de este tipo ya venía a decir lo mismo con otras palabras. Es verdad que la arquitectura se encuentra hoy con verdaderas dificultades para realizarse en contra de su propio éxito. El éxito publicitario de la mayoría de las arquitecturas más famosas es un enemigo. No sé si es una tumba, pero desde luego es una enfermedad.

Con respecto a la Expo de Zaragoza, ¿tienen sentido esos grandes despilfarros arquitectónicos, tantos edificios singulares de difícil contenido posterior? La cuestión básica de la Expo es su emplazamiento porque es una acción grande sobre el suelo y significa un acto de ciudad importante, y es grave equivocarse en esto, es el peligro. Yo creo que Sevilla se equivocó, y se ha equivocado Zaragoza, porque ha colocado un vacío entre lo que es la ciudad central, a la derecha del Ebro, y unos barrios que ya existen muy populosos en el otro lado. Y en vez de macizar esto y hacer ciudad a ambos lados del río, como en todas las ciudades que de verdad utilizan bien el río -caso de Londres, París, Roma o Budapest-, han introducido esa idea de vacío, muy verde, con algunos edificios. Creo que se ha desaprovechado una evolución de la ciudad que sería muy interesante.

¿Qué esta pasando con el urbanismo actual? No hace mucho, usted decía que hay poco y escondido. ¿Dónde se esconde? ¡Ja, ja! No veo tanta diferencia del presente con el pasado, lo que pasa es que del pasado queda lo bueno, y de lo otro, ni nos acordamos. Ahora -no sé si con esta crisis los ritmos van a cambiar- la cantidad de ciudad que se construye es enorme, y, si no, mire el territorio que ha ocupado Madrid. Se ha convertido en una de las grandes ciudades del mundo, y eso desborda toda capacidad política para imaginar cómo intervenir; ya no digo regular, que es una palabra antipática y a lo mejor innecesaria. El buen urbanismo es una cuestión de quererlo, casi, de alguna manera, de desearlo, y ahora no hay, escasea la imaginación de futuro, no hay tal voluntad. Y sin voluntad no hay deseo, y sin deseo no hay calidad.

Hay arquitectos que dicen que el urbanismo ha desaparecido, que todo está en manos del mercado... No me gusta ser muy negativo. Lo que nos interesa es ir a mejor, sacar los elementos positivos y ser capaz de transformarlos, porque, si no, nos abocamos a la posición cínica de "todo es un desastre, pero a mí dame esas viviendas, que las haré". Ésa es la postura de muchos arquitectos reconocidos que dicen "esto de la ciudad es imposible, yo hago mi objeto y ya está". Como la ciudad ya no es algo que se pueda definir con mucha precisión, por los muchos cambios por los que pasa, parece que no se pueda desear más que defenderse de ella, del tráfico, de la polución, de la congestión... Y sin embargo, creo que hay muchas más posibilidades de hacer ahora buena ciudad de las que había hace 50 o 100 años. Hay un hecho: una ciudad no se construye en cinco años, y no podemos juzgar los resultados lo mismo que juzgamos un edificio, una novela o una ópera. Lo más importante para mí es entender, fomentar y sobre todo modernizar la cultura de la ciudad, que seamos capaces de entenderla en lo que tiene de interés. A lo mejor las ciudades hoy no son muy bonitas, pero son mucho más interesantes de lo que eran las ciudades históricas.

¿En qué sentido son más interesantes? Son más complejas en su funcionamiento, contienen más diversidad de elementos, la gente es más capaz. Cada persona, familia, vivienda, oficina, aeropuerto, estación o playa es capaz de contener muchísima vida, y vida distinta. La ciudad es una máquina cada vez más rica y diversa. A lo mejor, incluso la estética de cierto desorden nos empieza a interesar. Cambiamos la estética tradicional por la diversidad, por la vida, y eso es muy importante, porque la gran fuerza de la ciudad es que sigue atrayendo a la gente, y cuánta más, mejor. Y su verdadera belleza interna, su riqueza, su vida, son también sus conflictos, porque el conflicto forma parte de la imagen de una vida mucho más moderna. En la ciudad histórica parecía que no había conflictos, todo tan ordenado, los paseos tan verdes... Esta energía, en la que no todo es delicioso, pero es muy veraz, creo que es una belleza que han adquirido o adquieren nuestras ciudades, tan interesante como la de orden formal.

Pero los ciudadanos cada vez tienen menos voz en esas ciudades. Los alcaldes hacen y, sobre todo, deshacen, lo que quieren. Hace cien años había cero opinión; otra cosa es que ahora haya opiniones y no sean escuchadas, pero por lo menos hay opiniones y es importante. Es muy fácil decir que la culpa la tiene el que manda, y seguro que es verdad, pero hay culpas muy gordas y complicadas.

También las tienen los arquitectos ¿no? ¡Y tanto, y tanto! Es muy fácil hablar del alcalde o del especulador, pero ¿dónde están las ideas, dónde las propuestas? No se puede ser simple, porque patinas...

¿La crisis del ladrillo nos va a servir para algo? Confiemos que sí, porque si no va a servir ni para esto...

Usted defiende con fuerza un concepto en la ciudad, el de la "urbanidad material". ¿En qué consiste esa urbanidad? Hay configuraciones de la materia, una esquina, una rampa de garaje, el margen de unas vías..., elementos de la ciudad, que son su materia. Un barrio nuevo, un polígono, es una materia, un componente de la ciudad; pero pueden ser elementos más pequeños, un paseo, las cabinas del teléfono, la manera como un edificio resuelve un desnivel... Y resolverlo bien o mal es un tema de la ciudad; son cosas que tienen urbanidad, sentido de ciudad, si se resuelven de una manera que la mejora. Es cierto que la ciudad son las calles, pero es mucho más. Por ejemplo, un edificio de cristal colocado en determinado lugar puede ser un objeto bonito pero totalmente antiurbano, y es antiurbano por su materia, porque automáticamente es entendido como ajeno, agresivo. Por ejemplo, un cruce de trafico importante: ¿cuál es la diferencia entre congestión y animación? Decimos: esto es un sitio muy animado, y es bonito; pero cuando decimos: está muy congestionado, es malo. Y eso radica en la materialidad, en la acumulación de cosas sobreabundantes. No digo que la ciudad sea sólo la materia, pero es muy importante. La labor del arquitecto, del urbanista o del ingeniero es materializar esa condición urbana, y es importante pensar y acertar en esto. Hay que reclamar cuestiones de calidad, no sólo de gran concepto.

Sus proyectos son grandes obras, como el Moll de la Fusta de Barcelona u otros grandes puertos europeos. ¿Cómo afronta esa urbanidad? Como punto de partida, hay que entender el carácter que ha de tener un lugar, y eso va muy ligado a su materia; si me apura, a su piel. Yo digo que me interesa la piel de las ciudades, y esto puede parecer una frivolidad. ¡Claro, un arquitecto que sólo se fija en las apariencias! Pero la ciudad tiene sus leyes, y al final, o al principio, como en el ser humano, estas leyes tienen que ver con la piel, que es una estructura en sí misma. Esa piel de la ciudad, que es lo que vemos, lo que tocamos, caminamos o circulamos y a través de la cual entendemos lo demás, y no al revés, es lo esencial. Cuando me planteo un proyecto, pienso: ¿cómo se caminará este sitio?, ¿cómo se tocará?, porque el tacto es muy importante en la ciudad, nuestro primer elemento de tacto son los pies caminando. Y ese sentido de cómo establecemos contacto es lo que me lleva a dar mucha importancia a la materia. Y no es sólo si se trata de piedra, hormigón o cristal; la materialidad consiste en si es cuesta o plano, abierto o cerrado, escalera o rampa, lejano o próximo.

Ha mencionado las esquinas. Dice que le interesan mucho como cruce de arquitecturas, de usos ciudadanos, de culturas... ¿Hay un nuevo concepto de esquina en las ciudades modernas? La esquina que nos interesa hoy seguramente es sólo una metáfora de la esquina clásica. La esquina es una intersección en el sentido más concreto. Por ejemplo, hoy una gasolinera en la salida de una ciudad -donde la gente va a comprar cuando cierran las tiendas, los jóvenes se reúnen, se venden libros- es una esquina que aparece en un lugar de intersección. El edificio de esquina como ejemplo arquitectónico de una situación incómoda -que era construir allí- es otra cosa. Pero se ha acabado sacando de la necesidad virtud. A lo mejor las estaciones de metro, los famosos intercambiadores, son nuestras esquinas actuales. Y si los convirtiéramos en un espacio público digno, el proyecto de una esquina así sería bien interesante, y reconocible para la gente como punto céntrico de la ciudad. En Buenos Aires, las gasolineras de la ciudad son fantásticas por la noche, son como salas de fiesta.

¿Qué piensa de los edificios emblemáticos que hacen ahora las grandes estrellas de la arquitectura? Fantásticos, espectaculares, una arquitectura que arrasa. Yo creo que está arrasando sobre todo a los medios de comunicación. Y a algunos arquitectos que les puede atraer ese tipo de actividad o enfoque de su profesión; pero a otros muchos, no. Es una dificultad, porque la arquitectura se ha vuelto una cosa tan capaz de ser publicitada, de contener un mensaje de prestigio, de novedad o sorpresa, que desvirtúa bastante el trabajo de los buenos arquitectos, que a veces hacen una arquitectura estupenda, aunque otras veces no entiendes lo que han hecho. Que me digan que ahora se va a construir una ciudad en Mongolia que consiste en encargar a 60 arquitectos de todo el mundo un edificio a cada uno me parece aberrante. Y eso, desgraciadamente, está pasando.

Siempre ha habido arquitectos geniales, pero parece que nunca tantos divos como ahora... Yo creo que es un problema de distribución de la información, porque lo que cuenta es una cierta imagen pública para el promotor o político que lo encarga, que se consigue a través de un objeto sorprendente, y eso es una desgracia para la arquitectura. En ese sentido sí que construir es el ataúd, como dice Betsky. Pero está por ver, al final de todo esto, el impacto que tendrá. Antes eran sólo las grandes ciudades las que actuaban así, pero ahora son también las medianas y las pequeñas; todos quieren tener un edificio emblemático, y cualquier sentido de urbanidad desaparece.

¿Qué es lo esencial que tiene que dar hoy la arquitectura al ciudadano? El sentido de pertenencia, ciudadanía se diría en el castellano más clásico. Cuando vas a un buen paseo o parque, en Madrid u otra ciudad, en parte la sientes tuya; entiendes que mucha gente la ha hecho y que formas parte de esa ciudad. El cambio de lo subjetivo a lo colectivo, eso es lo que hace la ciudad, que es lo contrario del campo. En la ciudad vivimos con la total sensación de que compartimos, y eso en la buena arquitectura es fundamental. Al final no hay distancia entre urbanismo y arquitectura, que buscan lo mismo.

No hace mucho decía, en la revista 'Arquitectura', que ciudades como Vitoria o Logroño le parecen muy correctas, muy bien resueltas, pero que no le emocionan nada. ¿Por qué? No me emocionan porque en su crecimiento no tienen buena arquitectura urbana, son ciudades sosas. Hay una cuestión de pasión, de deseo, que en todo lo humano es muy importante, y si eso no se transmite... Es bueno que pasen los coches, que las casas existan, pero crear emoción con la ciudad es más que eso. Y la emoción de la diversidad es lo que más nos puede dar nuestra sociedad hoy, más que el orden. Tampoco aguanto más de tres días en San Petersburgo, porque ya lo he visto. Pero vas a Manhattan y no te cansas; la energía, el cambio..., la diversidad está muy bien organizada.

¿El buen urbanismo tiene que transmitir emoción por encima de todo? Yo creo que puede hacerlo, y de hecho lo hace.

¿Y qué ciudades le emocionan, aparte de Cádiz, la ciudad que más le gusta del mundo? Cádiz es muy excepcional, por su tamaño, por ese equilibrio que tiene en medio de un cierto desorden volumétrico, por esa situación geográfica escandalosamente bonita entre el mar abierto y el puerto, por la luz... No sé, Cádiz es una tacita de plata, pero es mucho más. Y me gusta mucho, aunque no quiero parecer esnob, Sidney, una ciudad totalmente moderna, hecha en el siglo XX, que explota muy bien su relación con la bahía, con el agua, pero que ha colocado la arquitectura contemporánea con muchísima inteligenci, y Chicago, y Rotterdam, y Ferrara...

Todas son ciudades relacionadas con el agua o con el mar, muy presente en sus trabajos. Esa relación ¿tiene que ver con sus gustos o con un encasillamiento profesional a partir del Moll de la Fusta? Supongo que ambas cosas. Los puertos me gustan mucho, creo que son lugares especialmente urbanos. Por una parte, es una construcción muy fuerte, muy de ingeniería, sometida a unas leyes de funcionamiento y de eficiencia muy exigentes, y eso igual en el puerto de Rotterdam que en el de Bermeo; pero al mismo tiempo tienen ese sentido ciudadano de que allí vamos a parar todos y a entrar en contacto con el mar. Pero al final lo que me parece más importante de los puertos, aparte de ver el mar, los barcos y el trajín, es que desde ellos entiendes la ciudad, aunque no la mires, y eso le da un interés muy grande. Creo que los puertos son muy bonitos.

¿Cómo fue, para un barcelonés, la experiencia de abrir Barcelona al mar? Fue una experiencia muy intensa, todo un desafío. Al principio era la sensación de luchar por una idea imposible; había que derribar tinglados, vías del tren, absorber competencias de la Junta del Puerto y pasarlas a la ciudad, modificar los tráficos desde una idea arquitectónica, y era la primera vez que esto se hacía. Todo eso costó; pero en hacerlo, en la dificultad, estaba el disfrute. Y lo que vino después, la apertura de las playas, es lo mejor que se ha hecho como cambio de Barcelona.

Un proyecto como ése, cambiar los usos y la vida de una ciudad, supongo que es el sueño de cualquier urbanista. ¡Y tanto! Pero son proyectos de mucha gente, y si no hay esa complicidad, no funciona. Cuando hay un feeling amplio, desde el alcalde -porque sin alcalde es inútil, no hay urbanismo- hasta la opinión pública, y cierto consenso profesional, las cosas salen. Eso fue posible en los años ochenta y seguramente no es repetible. El buen urbanismo no se puede hacer todos los años. Un proyecto de ciudad, o un trozo importante de ciudad, sólo se puede hacer de vez en cuando; afortunadamente, porque si no estaríamos siempre patas arriba... Es muy importante tener en cuenta que el urbanismo de calidad, el que hace cosas de cierta importancia y contiene ideas, deseos, emoción, no es para todos los días.

Ya le hubiera gustado a su tío abuelo, Nicolau Rubió i Tudurí, poder realizar para la República su proyecto soñado de Iberia, una capital federal tipo Brasilia. Sí, sí, algo hay de esto... Y no está mal que sean así las cosas. Vivimos de proyectos que de vez en cuando realizamos y otros no. Yo he trabajado durante años en el puerto de Trieste, y las condiciones eran estupendas... Pues no ha salido. No había la energía o el consenso suficiente para cambiar las cosas.

¿Qué piensa de las numerosas críticas que se hacen ahora a Barcelona? El escritor Vila-Matas decía hace poco que la ciudad se ha convertido en un parque temático para el turismo, llena de porquería y orines; que se ha destrozado su tejido urbano. Creo que estamos en una fase más pasiva, y efectivamente la invasión turística, que no deja de ser también consecuencia de aquellas primeras actuaciones, está cambiando mucho la atmósfera y el ambiente de gran parte de la ciudad, no sólo de la antigua e histórica. El turismo es algo muy enajenante, y su presencia modifica el transporte, el comercio, los lugares de ocio, y los ciudadanos a veces nos sentimos como marginados. Yo creo que Barcelona lleva diez años buscando una nueva manera de modernizarse que no acaba de llegar, pero que no es hacer más de lo mismo, porque aquéllas eran cosas que estaban muy claras y se emprendieron con una ilusión y convicción tan fuertes que fue una garantía de acierto. Ahora no hay seguramente esos objetivos.

Usted ha reconvertido la base de submarinos alemanes de Saint Nazaire (Francia), que arrastraba una terrible memoria histórica, en un gran centro cultural y cívico. ¿Mereció la pena recuperarla? Yo creo que sí merece la pena. Los castillos también se han recuperado, y lo que fue un elemento de dominación sobre la población se convierte y es absorbido como elemento de recuperación colectiva. Lo primero que propuse sobre esa enorme mole de la base submarina fue perforarla para que la sensación de obstáculo pudiese ser atravesada visualmente y a través de ella ver el puerto, el agua, y establecer una gran rampa que la gente pueda pisar, que sienta quién manda: las personas que suben allá. Hay algo imponente allí, esos enormes muros de hormigón, esos techos llenos de vigas de una grandísima expresividad arquitectónica... Y lo que convenía era reapropiárselo y que perdiera ese lado tétrico y negativo, que se convirtiera en todo lo contrario. Y la gente está muy contenta, aunque al principio no fue así, porque esa enorme base de submarinos le costó a la población de Saint Nazaire (Nantes) ser bombardeada y arrasada por los aliados en la II Guerra Mundial. Así que había gente que quería derribarla, pero era algo tan caro que no se podía pensar en ello. Ahora es un sitio fantástico donde la gente llega por el puerto, tiene cines, un hipermercado, un pequeño museo de historia de la navegación, y realmente se ha convertido en un sitio vivo que forma parte de la vida de la ciudad sin banalizar la memoria. Al contrario. Yo creo que el respeto al pasado es reapropiárselo, no negarlo.

En algún momento ha dicho que de la arquitectura actual va a quedar muy poco... Sí, ¿pero qué queda de la Roma de los césares?, pues unos monumentos, y es estupendo porque, si no, ¡qué paliza! No veo que sea un drama. Lo que no quiere decir que no haya muchas cosas que no están bien y que deberíamos estar interesados en sacarles mejor partido. Mi experiencia es que, cuando vas de entrada a una ciudad, ves una serie de adefesios, de desastres, los sitios que se han cargado; pero a la tercera vez ya no lo ves y empiezas a fijarte en otras cosas, y entiendes que la gente viva allí y lo quiera, porque hay muchas lecturas.

Eso significa que las mayores aberraciones las acabamos asumiendo cuando convivimos un tiempo con ellas... ¡Hombre, las aberraciones!, pero tampoco deberíamos asumir las cosas feas, al contrario. Creo que habría que actuar, y en vez de dar premios a las arquitecturas, habría que derribarlas, habría que dar antipremios, y cada año el peor edificio de Madrid o Barcelona, al suelo; basta uno, y no valdría tanto dinero. Creo que habría que ser implacable con lo feo, con lo equivocado, con lo maligno.

Es profesor en universidades como Harvard, Cambridge o París. ¿Los intereses de los alumos son iguales que en España? Yo creo que son distintos, negativamente distintos. El interés de la arquitectura en general no es lo que más motiva; es la línea de desarrollo personal, y es diferente en cada caso, cada escuela tiene sus tics. Los estudiantes ven los modelos profesionales de las grandes estrellas y se preguntan: ¿si no voy a ser uno de ellos, para qué estudio? No es un buen momento, y es preocupante, pero la gente ¿por qué estudia una carrera?

Usted, de tres generaciones de arquitectos, lo tenía claro... ¡Ya sabía que con ese comentario me metía en un fregado!

¿Que le sigue pidiendo a la arquitectura? Más de lo mismo, desafío intelectual y práctico, porque los proyectos que hago son grandes en general y duros de pelear. Duran mucho tiempo, y es una carrera de resistencia, un combate a los puntos, nunca ganas por KO... Pido ilusión y también energía porque es un oficio duro.

Dice que hay pocos edificios actuales que le emocionen. Dígame uno. El nuevo metro de Copenhague.

Contra transporte, cercanía

Este artículo, cedido por el autor, apareció publicado en el número 18-19 de la revista Archipiélago, invierno 1994, cuya carpeta temática se titulaba: "Trenes, tranvías, bicicletas. Volver a andar", y en el libro "Contra el automóvil - Sobre la libertad de circular", Editorial Virus, 1996, ISBN 84-8845520-8. Se apoya en determinadas ideas contenidas en el informe "Hacia la reconversión ecológica del transporte en España", redactado por Antonio Estevan Estevan y Alfonso Sanz Alduán, y publicado como Documento de Trabajo del Centro de Investigaciones por la Paz, en Madrid, en junio de 1994.

Antonio Estevan Estevan

A lo largo de los últimos veinte años se ha ido imponiendo la evidencia de que el transporte constituye el verdadero "núcleo duro" de la crisis ecológica. El sector del transporte es el principal responsable del efecto invernadero, de los más graves problemas de contaminación atmosférica y contaminación marina, de la urbanización de suelo, del ruido, de la degradación del paisaje rural y urbano, etc. No hay ninguna otra actividad humana cuya influencia sobre el entorno presente la combinación de gravedad y multiplicidad de afecciones que caracteriza al transporte.

En realidad, es lógico que así sea, porque el transporte es la arena en la que se dirime el enfrentamiento primigenio de la especie humana con la Naturaleza. "Dominar" la Naturaleza significa, antes que nada, poder moverse a través de ella con una libertad y una facilidad crecientes. "Civilizar" la Naturaleza significa hacerla accesible y segura para el ser humano, atravesarla y abrirla, para poder catalogar sus diversos elementos como "recursos naturales", y poder trasladarlos o manipularlos hasta convertirlos en bienes económicos, susceptibles de intercambio o acumulación.



Dos seres extraños e incompatibles: el Transporte y la Naturaleza

Un sistema sociocultural es un edificio que se construye sobre cimientos de transporte. Desde la noche de los tiempos, la acumulación o el trueque más elementales han constituido, en primer término, sendas acciones de transporte. Sólo tiene sentido acumular o trocar lo que no abunda en lo inmediato, lo que no está al alcance de cualquier mano, lo que por su propia escasez vale la pena transportar desde algún lugar. A partir de esos gestos embrionarios de socialización, cualquier estructura sociocultural de las que se suceden en la Historia ha de ser representada, primeramente, a través de un mapa político o cultural, que no es sino una delimitación territorial que indica que, dentro del recinto señalado, se manifiestan con especial intensidad ciertas relaciones de comercio, comunicación, dominio y otras formas de conexión entre los seres humanos, y entre éstos y su entorno, que descansan invariablemente sobre el transporte horizontal.

En este complejo entramado de relaciones horizontales que constituyen las culturas humanas tiene su verdadero origen el conflicto entre el Transporte y la Naturaleza: mientras la Naturaleza se organiza principalmente en estructuras verticales y próximas, la especie humana se organiza en estructuras horizontales y lejanas, que descansan sobre alguna forma de Transporte, y que muestran una tendencia al parecer irrefrenable a ampliarse a más y más distancia y a hacerse más y más intensas.

En efecto, en la Naturaleza terrestre, el desplazamiento horizontal de seres vivos o de materiales asociados a ellos es un fenómeno relativamente singular. En la tierra firme, los ciclos biológicos descansan de modo mayoritario sobre la actividad del reino vegetal, que hace circular materiales en sentido casi exclusivamente vertical: transporta nutrientes desde el suelo hasta los tejidos vegetales y los deja caer de nuevo al suelo cuando las hojas o las plantas mueren.

Este predominio de los transportes verticales en la vida terrestre no es nada casual. Como es sabido, de la gran cantidad de energía solar que llega a la Tierra, las plantas logran fijar tan sólo una pequeña parte en forma de biomasa vegetal, mediante reacciones que se efectúan a la temperatura ambiente, y por tanto con rendimientos limitados, casi críticos. La forma más eficiente de acopiar los materiales necesarios para producir biomasa (agua, minerales) es la de bombearlos por capilaridad desde el suelo hasta las partes aéreas de las plantas, donde se produce la fotosíntesis, o bien captarlos directamente desde el aire, como ocurre con el carbono. El ascenso por capilaridad no requiere aportación de energía por parte de la planta; sólo produce un casi imperceptible enfriamiento de la savia, que pronto es equilibrado por el calor ambiental. De este modo, toda la energía solar captada por las plantas puede ser aplicada a alimentar las reacciones fotosintéticas. Las plantas son, en su inmensa mayoría, laboratorios fijos que producen biomasa optimizando hasta el límite sus disponibilidades inmediatas de materiales y energía.

Para poder utilizar la energía tan arduamente almacenada por las plantas, los animales que se alimentan de ellas han de transformarla en un proceso que de nuevo se desarrolla con rendimientos relativamente bajos. Una buena parte de la limitada energía así obtenida la consumen en la producción de trabajo muscular, esto es, del movimiento que les permite ir alcanzando sus alimentos, así como para asegurar otras funciones vitales, de modo que sólo una fracción muy pequeña queda disponible para su acumulación en forma de biomasa animal.

Esto explica la enorme diferencia de biomasa existente - en la tierra firme - en el reino animal y en el reino vegetal: los seres vivos que se desplazan en sentido horizontal - los animales - representan una fracción casi irrelevante de la biomasa terrestre (menos de una diezmilésima parte), y economizan de modo bastante estricto su gasto energético en trabajo muscular, evitando en general los movimientos inútiles o gratuitos. La Naturaleza viviente terrestre está, en esencia, fija. Está constituida por innumerables unidades elementales fijas - las plantas -, organizadas entre sí de modo que dejan un espacio biológico pequeño - en términos relativos - para la vida en su seno de seres dotados de capacidad de movimiento.

A lo largo del tiempo, la especie humana ha ido ocupando ese limitado espacio biológico, primero expulsando del mismo a otros animales y luego ensanchándolo a costa de alterar la propia estructura de los ecosistemas naturales. Pese a ello, las culturas tradicionales, y en particular las que han evolucionado ligadas a sus propias bases de sustentación ecológica y confinadas en ellas, han venido recurriendo al movimiento sólo en la medida imprescindible para satisfacer sus necesidades, utilizándolo en términos en general prudentes, y ateniéndose de algún modo a las reglas naturales de la economía del movimiento. Sin embargo, en relación con el movimiento, como en tantos otros aspectos, las modernas sociedades industriales se han organizado completamente de espaldas a los principios básicos de la Naturaleza. En lugar de aplicarse a perfeccionar los intercambios, las relaciones y los ciclos productivos cercanos, reduciendo al mínimo indispensable los movimientos de materiales a grandes distancias, los sistemas económicos y las formas de vida dominantes en los países desarrollados se apoyan crecientemente en la realización de intercambios y desplazamientos horizontales de grandes masas de personas y mercancías a grandes distancias, para satisfacer cualquier necesidad o deseo, por nimio o irrelevante que sea.

Pero dado que los ecosistemas naturales terrestres han ido autoorganizándose mayoritariamente sobre la base de los ciclos verticales y cercanos descritos más arriba, están muy mal adaptados para soportar intensos movimientos horizontales en su seno. Las estructuras primordiales de los ecosistemas naturales (suelo superficial, comunidades vegetales, interconexiones ecológicas, etc.) presentan una gran fragilidad frente a los desplazamientos horizontales masivos que genera un sistema de transportes masivo de carácter industrial, como el que se ha venido construyendo a lo largo de los dos últimos siglos en las sociedades sometidas al desarrollo. En consecuencia, el transporte tiene que "abrirse paso" a través de unos ecosistemas naturales terrestres que no están "diseñados" para soportarlo, y en su avance va fraccionando y empobreciendo estos ecosistemas, y sustituyendo porciones crecientes de los mismos por espacios inertes, definitivamente perdidos para la Naturaleza y la vida.

Pero estos efectos locales o territoriales del transporte distan mucho de ser los únicos que soporta la Naturaleza como consecuencia de esta actividad. La generalización del transporte motorizado exige la utilización de enormes cantidades de materiales y energía, cuya extracción, transformación y consumo produce grandes masas de residuos sólidos, líquidos y gaseosos, tan extraños a la Naturaleza como lo es el propio concepto de movimiento horizontal masivo.

El ecosistema global, que está capacitado para absorber y reciclar cantidades moderadas de estos residuos, ve pronto desbordada su capacidad de autoregulación cuando el transporte - como otras muchas actividades humanas - introduce en su seno cantidades masivas de residuos en pequeños lapsos de tiempo. Así, por ejemplo, la emisión masiva de CO2 y de diversos gases contaminantes alteran la composición de la atmósfera, la dispersión de petróleo en los mares modifica los ciclos biológicos marinos, y millones de toneladas de residuos sólidos procedentes de los vehículos desechados se acumulan en los vertederos o se difunden por el territorio, envenenándolo y degradándolo. De este modo, el ecosistema global se va deteriorando en muy diversos aspectos, en un proceso exponencial que parece evolucionar lentamente al principio, pero que a partir de un determinado umbral se acerca rápidamente a situaciones de ruptura.



La Naturaleza frente a la carga del transporte

De esta contradicción esencial entre el transporte y la Naturaleza surge el concepto de "capacidad de carga" de los ecosistemas naturales en relación con el transporte, que es el verdadero punto de partida de la visión del transporte desde una perspectiva ecológica. Si el transporte masivo es en sí mismo un elemento extraño al ecosistema natural, la "capacidad de carga", o cantidad total de transporte que éste podrá asimilar sin superar un cierto umbral de deterioro, estará forzosamente limitada.

Por consiguiente, en términos abstractos y genéricos, el crecimiento ilimitado del transporte no es compatible con el equilibrio ecológico. La introducción de tecnología y el perfeccionamiento de la organización del transporte podrán elevar, hasta cierto punto, la capacidad de carga de transporte de un determinado ecosistema (o del ecosistema global), para un nivel de deterioro que se designe socialmente como "aceptable". Pero las mejoras tecnológicas y organizativas están afectadas por la ley de los rendimientos decrecientes, como lo está cualquier otro fenómeno físico, desde el incremento de la velocidad relativista en el reino de lo muy grande hasta la ampliación del conocimiento o certidumbre cuántica en el reino de lo muy pequeño. En el límite de toda perfección imaginable para un sistema de transporte, siempre permanecerá la masa objeto del transporte desplazándose a una cierta velocidad, y los ecosistemas naturales seguirán sin ser transparentes frente a ese desplazamiento material en su seno.

Sin embargo, la incompatibilidad esencial entre el transporte y el equilibrio ecológico no termina en esta visión "estática" de la capacidad de carga. Al introducir el concepto de velocidad, esta incompatibilidad se acentúa, porque el deterioro de los ecosistemas naturales aumenta con la velocidad a la que se efectúan los desplazamientos a través de los mismos. En efecto, las leyes de la Naturaleza establecen que, a igualdad de las demás condiciones físicas quie caracterizan a un determinado fenómeno de movimiento, la energía requerida para desplazar un móvil crece necesariamente con la velocidad. El incremento de la velocidad del transporte sólo puede lograrse con mayores consumos de energía, y también de los diversos materiales utilizados en la construcción de vehículos o infraestructuras, y de los residuos generados a lo largo de todo el proceso. El desarrollo tecnológico puede ir perfeccionando el marco físico en el que se produce el transporte (disminución del rozamiento, optimización de los vehículos o contenedores, mejoras en la eficiencia de las transformaciones energéticas, etc.), pero dentro de cada marco físico-tecnológico, el incremento de velocidad seguirá requiriendo mayores consumos de energía y materiales. Y, por supuesto, a lo largo del tiempo las mejoras tecnológicas asociadas al incremento de velocidad seguirán ofreciendo sólo rendimientos decrecientes en relación con estos consumos.

En suma, la capacidad de carga de transporte de cualquier ecosistema, para un nivel máximo de deterioro dado, presenta límites absolutos, los cuales se estrechan al aumentar la velocidad del transporte. Si se aumenta indefinidamente la carga de transporte, o la velocidad media del mismo, o ambas, a través de un determinado ecosistema, éste registrará un deterioro indefinidamente creciente. Las mejoras tecnológicas y organizativas sólo lograrán, a lo sumo, frenar o moderar este proceso, pero no detenerlo, ni mucho menos invertirlo.

Ésta es, en síntesis, la visión del problema del transporte que es propia del llamado "ecologismo profundo", que contempla el mantenimiento del equilibrio ecológico como un valor primordial en sí mismo, además de colocarlo en primer término entre los intereses humanos en el largo y muy largo plazo. Aunque la utilización de esta forma de razonamiento puede parecer - y probablemente lo es - escasamente operativa para enfrentarse a la gestión de los problemas inmediatos del transporte, ciertamente aporta un marco general de notable utilidad para la comprensión global del conflicto ambiental del transporte. En primer lugar, porque ofrece bases sólidas para cuestionar la visión convencional del transporte como un bien económico cuya producción es deseable incrementar indefinidamente, esto es, como una expresión más de la riqueza y el bienestar social.

En segundo lugar, porque explica muy razonablemente el proceso histórico global que han registrado las relaciones entre el transporte y el medio ambiente desde el inicio de la revolución industrial. El deterioro ambiental debido al transporte no ha dejado de crecer desde entonces, y ni el desarrollo tecnológico ni la invención de nuevos modos de transporte han logrado frenar este proceso de deterioro, sino en todo caso acentuarlo, al posibilitar el aumento continuo de la carga de transporte y de la velocidad. Las últimas décadas del presente siglo, en las que se ha ido extendiendo la conciencia ambiental y se han multiplicado las capacidades tecnológicas, son precisamente las que han registrado un mayor deterioro ambiental debido al transporte.

Y por último, porque, en su aplicación a entornos territoriales restringidos, explica la aparición de situaciones locales de manifiesta ruptura del equilibrio ambiental debidas en buena medida al transporte. En las páginas anteriores se ha centrado la atención en las limitaciones de capacidad de carga de transporte de los ecosistemas naturales y del ecosistema global, en los que este fenómeno se manifiesta con gran claridad y fuerza ilustrativa. Pero el proceso se reproduce de modo conceptualmente idéntico, aunque a menor escala territorial, en los ecosistemas urbanos o en los ecosistemas regionales caracterizados por una densa ocupación humana.



El eterno debate de la movilidad y la accesibilidad

El punto de partida para el avance hacia una "sociedad ecológica" en el campo del transporte es la clarificación del significado de los conceptos de "movilidad" y "accesibilidad", como objetivos genéricos de la actividad del transporte. Desde hace mucho tiempo, la confusión que reina en torno a estos conceptos viene pesando como una losa sobre las posibilidades de adaptación de las actividades de transporte a su propio entorno ecológico.

En la terminología del transporte, la "movilidad" es un parámetro o variable cuantitativa que mide simplemente la cantidad de desplazamientos que las personas o las mercancías efectúan en un determinado sistema o ámbito socioeconómico. Se puede expresar en términos individuales (por ejemplo, el número medio de viajes o de kilómetros recorridos por persona), o en términos agregados (por ejemplo, el total de kilómetros recorridos por los habitantes de un país).

La "accesibilidad", por el contrario, es una noción o variable cualitativa que indica la facilidad con que los miembros de una comunidad pueden salvar la distancia que les separa de los lugares en que pueden hallar los medios de satisfacer sus necesidades o deseos.

Existen dos formas contrapuestas de perseguir la mejora de la accesibilidad. La primera identifica accesibilidad con facilidad de desplazamiento: un lugar es tanto más "accesible" cuanto más eficiente sea el sistema de transporte que permite desplazarse hasta el mismo. Este enfoque, que es el propio de la visión convencional del transporte, conduce a reforzar continuamente las infraestructuras, los vehículos y el conjunto del sistema de transportes, lo cual facilita el incremento de la movilidad motorizada y, por tanto, de la producción de transporte.

La segunda identifica accesibilidad, ante todo, con proximidad: una necesidad o deseo son tanto más accesibles - en el plano espacial o geográfico -, cuanto menor y más autónomo pueda ser el desplazamiento que hay que realizar para satisfacerlos. En este enfoque, que es el que corresponde a la visión ecológica del transporte, la movilidad y la consecuente "producción" de transporte dejan de ser valores positivos en sí mismos, para pasar a ser contemplados como tributos que la Naturaleza y la propia sociedad deben afrontar para satisfacer las necesidades y los deseos de las personas.



Contra el vicio del transporte, la virtud de la cercanía

De modo natural, esta argumentación conduce a situar la "creación de proximidad o cercanía" como objetivo central de toda política de transportes de orientación ecológica, que persigue la reducción de la movilidad motorizada y, por tanto, de la carga de transporte sobre el medio ambiente, manteniendo o mejorando al mismo tiempo la accesibilidad.

El concepto de "creación de proximidad" va mucho más allá de las implicaciones obvias del término sobre la localización de las diversas actividades humanas sobre el territorio. Es un concepto también, y sobre todo, aplicable a la organización de la producción y el consumo, a las formas de satisfacer mil y una necesidades y anhelos individuales y, en general, a la organización socioeconómica global. Una sociedad y una economía ecológicas son aquellas que emulan los principios de la Naturaleza y se adaptan a ellos, en lugar de violentarlos. Por consiguiente, valoran especialmente lo cercano, utilizan cuidadosamente todo aquello que está disponible en su entorno inmediato, y reservan los desplazamientos lejanos de personas y mercancías para resolver necesidades y deseos relevantes que no pueden ser satisfechos mediante la utilización de recursos próximos. Cualquier contribución en estas direcciones constituye una efectiva "creación de proximidad".

La creación de proximidad en todos los planos personales, sociales y económicos es la única estrategia de fondo capaz de instaurar un proceso de aproximación continua hacia la plena compatibilización ecológica del transporte. La creación de proximidad no es simplemente un nuevo conjunto de técnicas de planificación territorial, por más que estas técnicas sean ciertamente necesarias y urgente su desarrollo y aplicación. Es, sobre todo, una concepción global de la organización de las relaciones humanas, y también un criterio rector de la conducta individual, aplicable a todos los ámbitos de la existencia. La creación de proximidad presenta, obviamente, importantes implicaciones económicas. Exige avanzar hacia sistemas económicos autocentrados, bien adaptados a sus condicionantes ecológicos, especializados en la satisfacción eficiente de necesidades a partir de los recursos locales, refinados en la obtención y en el buen aprovechamiento de los bienes más masivos o más dependientes del transporte: agua, energía, alimentos, materiales de construcción... Exige también otras formas de utilizar los objetos y de establecer las preferencias entre ellos, valorando y agotando su durabilidad, apreciando la cercanía del origen de las cosas, y su grado de vinculación a la propia cultura. Presenta también importantes implicaciones sociales. Revaloriza los comportamientos y las redes de apoyo mutuo y de solidaridad inmediata. Facilita el intercambio directo de bienes y servicios y la resolución de múltiples necesidades en el seno de los diversos círculos a los que se extienden las relaciones personales. Conlleva la aceptación de múltiples responsabilidades sociales y ambientales compartidas en el plano local. Cuestiona la validez y aun la viabilidad a largo plazo de las grandes estructuras sociales centralizadas verticalmente y desarticuladas en el plano horizontal, en sus diversas expresiones territoriales (metrópolis), productivas (grandes corporaciones) o burocráticas.

Estas implicaciones sociales y económicas tienen evidentes traducciones políticas. Exigen profundas revisiones de las estructuras institucionales, de la distribución territorial del poder político, de los grados de autonomía y soberanía atribuibles a cada conjunto social. Invalidan buena parte, cuando no la totalidad, de las tendencias de reorganización del poder político imperantes, que sistemáticamente trasladan mayores cuotas de ese poder hacia las organizaciones y estructuras institucionales de mayor rango territorial. Desmienten la idea de la inexorabilidad de los procesos de globalización económica y política que están siendo impuestos en el ciclo histórico actual: ningún proceso insostenible a largo plazo ha sido ni puede ser inexorable en la Historia; pero la noción de "economía global" que se presenta actualmente como la próxima etapa en la evolución inexorable del capitalismo constituye un verdadero antiparadigma ecológico y es, por ello, intrínsecamente insostenible: está "creando lejanía", de modo continuo, en el ejercicio de cualquier actividad.

La omnipresencia del transporte como soporte más o menos directo de todas las relaciones humanas y el carácter prometeico de su conflicto con la Naturaleza, tienen la virtud de hacer aflorar las principales inviabilidades físicas del modo de producción y de organización social occidental. Cuando el razonamiento sobre ese conflicto es llevado hasta sus últimas consecuencias y se confrontan las necesarias conclusiones de ese discurso con las realidades observables en el ámbito del transporte, se hace patente la imposibilidad de hallar soluciones verdaderas y definitivas sin salir de las fronteras del sistema establecido.

El concepto de creación de proximidad proporciona una vía de escape segura y practicable para ese aparente dilema, y no desprovista de atractivo si es interpretada correctamente. No contiene nada de aislamiento personal o social, ni mucho menos de retroceso histórico - un concepto imposible -, ni de estancamiento, ni de declive técnico, económico o cultural. Antes al contrario, la construcción de sociedades capaces de alcanzar la plena adaptación a su propio sustrato físico y el máximo disfrute de lo cercano, de establecer nuevas formas de interconexión con lo lejano tan satisfactorias como compatibles, y de conciliar ambos logros en sistemas indefinidamente estables y en continuo perfeccionamiento material y moral, constituye un empeño mucho más arduo y que requiere mucho más esfuerzo e inteligencia humana que la lucha en la batalla de la competitividad por un puesto de honor en la economía global capitalista, para rodar con ella hacia el abismo ecológico.

En su dificultad y su necesidad radica precisamente su atractivo, pues éstos y no otros son los atributos de la utopía. Pero se trata - ¿cómo iba a ser de otra manera? - de una utopía bastante cercana, con muchos ingredientes conocidos, otros por descubrir y, por supuesto, muchos por inventar. Había muchos elementos de creación de proximidad (económica, técnica, social, cultural, política) en nuestras propias sociedades tradicionales, antes de que fueran barridos por aquella turbulenta ola del desarrollo. No pocos de entre ellos conservan toda su vigencia y aún es posible recuperarlos, restaurarlos y adaptarlos al tiempo actual con la habilidad y el sosiego que proporciona la pérdida de la inocencia, que alguna ventaja tiene que tener.

Pero son todavía muchos más los que han quedado a salvo en numerosas sociedades de esas que los expertos denominan "subdesarrolladas", porque han venido desenvolviéndose en equilibrio durante muchos siglos o hasta milenios, antes de que el desarrollo de las otras las convirtiera a ellas en "subdesarrolladas" y a todas en insostenibles. Las sociedades a las que sí se les aplicó el desarrollo van a necesitar pronto esos valiosos conocimientos de la organización de lo cercano, y otros muchos que sólo pueden pervivir en un contexto de cercanía, como la conservación de la biodiversidad.

Y probablemente muchas más formas de creación de cercanía van a tener que ser trabajosamente inventadas para dar solución a problemas y dificultades que son producto de la propia aplicación del desarrollo, y cuya solución, si existe, nadie conoce todavía. La reorganización de las economías y las sociedades desarrolladas para cortar el insostenible proceso de globalización que ellas mismas han desencadenado, y para instaurar en su lugar la creación sistemática de proximidad y cercanía, constituye un debate prácticamente por comenzar, que promete ser uno de los más vivos y complejos de los muchos que ha suscitado el ecologismo.