Carta a Minerva.
Aquí en colinas
por José Luis Gómez.
Vivir aquí en colinas de la normal en verdad tiene sus riesgos; quizás no sean tan devastadores como los que se corren en, digamos, Oblatos, o en Miravalle, o en la Ferrocarril, en donde la vida de uno a veces equivale a un dígito en las estadísticas contabilizadas por la nota roja; quizás no sean ese tipo de riesgos tan intimidantes, que te convierten en adicto de alarmas sofisticadas y a juntas de colonos de tácticas de vigilancia, como los enfrentados por quienes viven en Chapalita o bien en Providencia; o esos riesgos tan desesperantes, llenos de angustia, tan palpables en la Ladrón de Guevara, en donde sólo cuentas con vecinos doctores o abogados, y nada más en horas de oficina, y en días hábiles. Aquí en Colinas de la Normal los riesgos son diferentes, y tienen que ver más que con ninguna otra cosa con la perturbación de la ubicuidad y sus resultantes embrollos de pertenencia, y sus matices discriminatorios originados por la condición de colindar, restregonamente, con el crápula subdesarrollo del barrio bravo del Retiro y la opulencia refulgente de Jardines Alcalde.
Aún me acuerdo Minerva de cómo tú te envolvías en gruesas capas de magnanimidad, cada vez que tenías de enfatizar que tu domicilio se encontraba de la avenida Normalistas para acá, del lado en donde las casas sí tienen cochera. Y lo decía con esa tu voz de timbre gangosito y de tono cantadito que siempre te ha salido a la perfección, encantador; y al oírtelo decir, uno casi podía ver el camellón de dicha avenida, que separa a Colinas del Retiro, arrancarse de su suelo para erigirse como una gran muralla protectora de la invasión fiera de perniciosos vendedores de fruta en carritos de madera y señoras de rebozo ofreciendo tierra para las macetas; uno casi lo podía ver, mientras tú, Minerva querida, apoyada en poses extraídas de revistas del corazón remarcabas con tu boquita pintada en un rojo fresa muy discreto, toda la distancia que le falta al Retiro para rozar siquiera a Colinas de la Normal.
Sobra decir que los riesgos de quienes vivimos aquí consisten, precisamente, en someternos ante un avasallador alud de prejuicios clasistas que nos obligan a utilizar términos, tan exagerados como extremosos, para calificar a nuestras colindantes colonias; y también en exponer con ello las flaquezas sociales que nos corroen. “Crápula subdesarrollo” “Opulencia refulgente” solemos decir, solemos calificar, como si el Retiro fuera una especie de Arroyo Hondo, y Jardines Alcalde fuera Puerta de Hierro.
Había en ti, mi amiga, una manera de decir las cosas, un lenguaje tan conciso, a veces salpicado de vocablos en inglés, que de inmediato te atrapaba en el mundo que con él construías. He dicho “atrapaba” creo equivocadamente, la palabra alude a un aprisionamiento por díscolos medios como sería el engaño o la vileza, y no, no era así, la construcción de tu mundo más bien resultaba acogedor. Decías por ejemplo: “Hay que salir este fin ¿no?” Y el fin de semana de súbito cobraba otro sentido, es decir, la noche del viernes o bien del sábado, o en ocasiones ambas, se convertían en un mullido asiento en el cual posarte, y treparte al vuelo de la ilusión, viajar hacia la posesión de lo imposible, al sitio en que tus anhelos de dicha hacían sentir pertenecer a algo, tan lejos del infiernillo personal de los magros salarios y de la cartelera de la televisión en casa, y tan cerca de los antros o de algún centro comercial, por decir algo, el Klio o Plaza Pabellón.Aquí en Colinas de la Normal, nos prestamos a recortar su nombre cada vez que las circunstancias lo permiten; restamos su identificación y palabras y aparece sólo como Colinas; y al restar sumamos, lo reconozco. Se suma en posición, se suma en importancia, en la escala social, porque Colinas adquiere una connotación diferente, y su mención genera un brillo nunca antes percibido, una refulgencia notable, súbita, y logra emparentarnos, aunque sea nada más por caprichos de la fonética, o por caprichos de nuestros empeñosos estiramientos de alcance, con la excelsitud de Colinas de San Javier. Colinas, decimos, vivo en Colinas, y las circunstancias que nos permiten decirlo a la vez traslucen pese a nuestro esfuerzo por ignorarlo, un contexto muy certero en evidencia y preciso en su consigna, que nos descubre más próximos al deseo que a la realidad.
Cómo luchabas en contra de eso Minervita? Minervita niña linda, eterna viandante de pasarelas de moda imaginarias, prófuga incisiva de ignominiosas realidades, catálogo extenso de monerías; te adueñaste de una rígida actitud de comportamiento muy bien resguardada tras el fino velo de las buenas maneras, y con ello convencías sobre la necesidad de lo superfluo, y hacías tangible la utilidad de la quimera. Nada te era más importante que el sentir para ser, el creerte algo para atraerlo, la consigna de colocarte en el sitio donde sentías pertenecer. Conocías de marcas, y de su periodo de brillo, y te reconozco tu clarísima visión para saber cuando alejarte de alguna de ellas, a tiempo, antes de que te arrastrara fuera de la vanguardia, y quedaras anclada en el flagelo del estancamiento, suspirando de tristeza y anhelante de que lo retro venga pronto, así como viste muchas veces a tantas chicas de la colonia, amigas tuyas. Y digo “chicas” en vez de muchachas con el fin de entonarme a tu discurso, tan tuyo, tan lleno de viperina mordacidad, minucioso, de exactitud pasmosa útil para detectar en los demás el más mínimo error léxico, y la más escondida actitud revelante de miseria, que solías luego castigar con riguroso desempeño, porque esa era una manera de acercarte a tu creada realidad, la que te separaba de todo lo que te pudiera dejar en evidencia o mal parada. Carajo Minerva, ¡Cómo luchabas en contra de eso!
Es compleja la residencia aquí en Colinas, Colinas de la normal por supuesto. Si uno quiere se puede estar lejos, a pesar de la cercanía, de nuestras colonias vecinas, a una prudente distancia geográfica. Lejos de sus pálpitos sociales, de sus roces por demás incómodos. El problema consiste en que quererlo a veces no es suficiente y la cercanía se torna en invasión. Entonces uno se mira súbitamente coludido en sus elementos de avanzada, con un desespero enorme, apropiándose o desechando, según sea el caso, diferencias y similitudes extendidas con verdadero amedrentamiento. Y el convivio surge, y lo hace con su complejidad adherida, porque siempre será difícil acercarte a quienes sabes rebasados y a quienes sabes te rebasan, y tu ubicación, regida por el imperioso decreto moral de no hacerlos sentir culpables por su lugar de residencia, queda colocada en un sitio sin apoyo, flotando en un indetenible vaivén.
Y tu Minerva, Minervita guiños de ojo estratégicos, sonrisa a selección elitista, relaciones amistosas metódicamente elegidas, te bastaba tu reconocida capacidad de disidencia para desbaratar la complejidad de residir aquí. Sí preciosa, lo tuyo era separarte cuando así lo requerías; porque proporcional a tu capacidad de disidencia estaba la de adhesión, pero eso no te complicaba en absoluto, es más, la adhesión era una manera también de separarte, magistralmente. Trataré de ser claro: había ocasiones que el roce del Retiro nos llegaba con los escabrosos dedos de la música, - perdóneseme el término “escabrosos” y su connotación prejuiciosa inevitable, carajo- siendo preciso música de banda. Nos invadía. Veíamos a los retoqueños – perdón de nuevo – pasar en sus camionetas con placas gabachas salpicándonos las notas aporreantes de la tambora y el trombón; y no sé, pero creo nuestros orígenes nos hacían apartar todo anhelo de refinamiento y le encontrábamos gusto pronto a cada canción. Y sí, muy bien Minerva, muy bien, mientras unos dolorosamente las tarareábamos, con todo ese dolor que se siente al evidenciar nuestros orígenes y que se disimula comprándolas quizás en un “Mister C.D.” del Centro Magno, tu Minervita, te escabullías de todo tipo de evidencia con el solo hecho de pedirnos prestada nuestra música. Decías recuerdo: “Préstame tu disco buey”. Y con ese “tu disco” se captaba una traducción que rezaba: “tu disco, tu música, la que se hizo por ti y para ti, la que se descuelga de tu árbol genealógico, y la que tal vez yo cantaré para resaltar tu bajeza, buey”. Trataré de ser más claro: yo, heredero a pesar de tanto reniego, del acortamiento de distancias, de la desubicación social; tú, Minerva, precisa trashumante, encanto de la estancia momentánea, sensación de estar a toda hora nada más de paso. Pinche advenediza. Perdón. Perdón por el insulto, y es motivo de disculpa porque conlleva el dolor de aquel acercamiento gestado alguna vez entre tú y yo; y es que...
Aquí en, otra vez, Colinas, pareceré repetitivo, se corren muchos riesgos. Quizás no sean ese tipo de riesgos como los corridos por quienes viven en la Colonia Moderna, donde tanto viejito que habita por ahí terminan por contagiarte de una melancolía devoradora, impulsada con untuosos léxicos arcaicos algo sentimentaloides, refiriéndose siempre a los recuerdos que guardan de aquel brillo que alguna vez tuvo Guadalajara. Tal vez no sean riesgos como los enfrentados por los vecinos del centro de la ciudad, siempre tan acechados por la tentación de convertir en local comercial unos metros de su casa; siempre cubiertos bajo una capa de obligatoria bohemia confundiéndose con la fauna noctámbula; siempre en la mira de escritores urbanos quienes los escriben adentrados en vidas llenas de sordidez y mezquindad. Aquí los riesgos son otros. Está por ejemplo el riesgo de que se te antoje imposible algún día superar la losa paterna, esa losa edificada por tus padres en una colonia más o menos bien y tan inalcanzable ante tus expectativas económicas; y entonces cuando llega el momento de formar familia miras la posibilidad de vivir en Jardines Alcalde y dices: “imposible”, miras luego hacia la más concreta posibilidad de vivir en el Retiro y gritas: “IMPOSIBLE”, y ya sólo te queda convencer a tus padres de que partan la casa y te renten el piso de arriba. Otro riesgo de vivir en Colinas de la Normal es el de caer en la tentación de hacer posible por cualquier medio la posibilidad de superar dicha losa, y estos medios no siempre se apegan a las leyes judiciales, o a las morales tampoco. Un elevado número de cabecitas de alfileres claveteados justo sobre la colonia en un mapa de la zona metropolitana en la Procu, señalando los sitios de mayor índice de distribuidores de coca y tachas, o ladrones y remarcadores de autos, lo confirma. ¿Otro riesgo? Ahí va, y éste quizás sea uno de los más comunes, el de creer que todos los de aquí somos iguales, el de creer que la colonia proveerá relaciones sociales a futuro autorizadas por la bendición del mismo nivel socioeconómico, el de creer que el paréntesis abierto en el noviazgo no será cerrado por la intromisión nefasta de las ambiciones. Y éste es el riesgo que yo conocí en el periodo de tiempo que anduve contigo...
Minerva. Desconozco si lo retienes pero anduvimos. ¿Lo recuerdas? Te lo pregunto de corazón, porque caer en el precipicio del olvido es un riesgo más de esta colonia. Sí Minerva, hasta me acuerdo cómo te recubrías de gozo, un gozo ahora que lo pienso demasiad narcisista, cuando te descubría la manera en que tus pensamientos antes de brotar en palabras por tu boca, repercutían en intensos brillos por tu mirada. Sí, por cierto, la última vez que te lo hice saber fue aquel día que estrené mi playera del “Che Guevara”; ahí estaba yo, frente al fulgor inquietante de tus ojos, estirando mi playera, ésta que de casualidad ahorita porto, según yo para que pudieras ver en el rostro del Che todo su halo de rebeldía, su mirada que parecía ordenar, dictar... permíteme una corrección: ahora porto, porque los “ahoritas” fueron siempre un blanco fácil para tus exigencias léxicas, tanto como los “iras” “haigas” y los “ocupo”. Quiero que recuerdes, el resplandor de tus ojos pronto encontró palabras, y lo primero en decir fue “Cool”... miento, antes indagaste: “Supongo que es marca furor”. Creo asentí porque no recuerdo haberte confesado que la compré en la de Obregón. No sé si me recuerdes, yo era quien siempre te ayudaba a enfrentar los problemas cotidianos de la vida reduciéndolos a oportunidades de diversión. ¿Ya no recuerdas cómo nos mofábamos de quienes nos preguntaban por nuestro futuro? “Preocúpate tú, que estás bien jodido. Nos carcajeábamos. El facilismo de nuestros egos nos hacía acreedores del montón de oportunidades. ¿Te acuerdas? Era yo quien con aduladora solicitud compartía tu alegría cada vez que en la colonia inauguraban la sucursal de alguna cadena comercial extranjera. ¡Recuérdame! El de las manos ansiosas susceptibles a las oscuridades, el realizador de tus caprichos, el aprecio más efusivo a tus insulsos monosílabos, el aliento a tu sin sentido... ¿Ya? José Luis, José Luis Gómez, el mismo quien creía como tú que el aceptar como propias las heridas sociales a la burguesía de la ciudad nos haría ser parte de ella; y ahí íbamos, bien amparados claro por la moda, que para detectarla eras buenísima, recorriendo la “putirruta” de la Prisciliano Sánchez en apoyo franco a los gays contra los ataques de la moralina; bailando al ritmo de los “djambes” en el tianguis cultural sabatino; entristeciéndonos con los “darketos” de la rotonda de los hombres ilustres; embriagándonos con los vaqueros de “los chapulines”; presumiendo al lado de “los fresas del Iteso”; compartiendo con los “punk” del parque revolución; aconsejando cariñosamente a los indígenas del parque Rubén Darío; paseando en moto con los renegados de los Guadalajara-Harley. ¿Ya? José Luis, José Luis Gómez, ¿No? Aquel muchacho dócil ante esa manipulación tuya que sin saber hacía a un lado mi individualidad para imitar de la manera más fiel posible, una imagen de un ser que no ofendiera la construcción de tu mundo. Un mundo embadurnado de absoluto narcisismo, de feroz competencia, de permanente presión por ser un triunfador, un mundo cuyo espíritu se evidencia en la cotidianidad de aquí...
En colinas. Colinas de la Normal, sector Hidalgo. Colonia a unos cuantos pasos del primer cuadro de la ciudad. Antiguos arroyuelos y lomeríos por donde los insurgentes se escondían de las fuerzas españolas, aplastados por toneladas de pavimento, por la consolidación del ánimo de superarse de aquella gente que alguna vez se fue de braceros, por el arraigo de las ganas de prosperar. Sí aquí eso es lo que se percibe; y para comprobarlo está el eterno mejoramiento de fachadas y cocheras, la ambigüedad del buen gusto, el capricho arquitectónico, y los recurrentes temas de conversación siempre alusivos al carro y al negocio que habita en nuestros sueños; y estos son nuestros actuales escondites, contra esas opresivas fuerzas que nos cercan con su montón de trabas para ser lo que aspiramos ser, esas fuerzas de la época, con sus bombardeos de falta de expectativas, con su metralla incesante de pobres realidades, que apenas nos permiten aparentar ser, a nosotros, la insurgencia insustancial del sin sentido, a nosotros, las huestes desahuciadas de Colinas. Colinas. Colinas de la Normal, pedazo de concreto más perceptible mediante la imaginación que por la vista, inexistente, materia prima de fantasiosos anhelos, caldo de cultivo para ambiciosas pretensiones, sólo palpado en el espejo roto de los ardientes deseos y en los registros de catastro. Colonia espejo que refleja la Guadalajara entera, y certifica las apariencias de la intransigencia oculta tras las buenas maneras, y el rechazo a todo lo divergente; colonia espejo que refleja en pequeño la hostilidad y la moral mojigata e impositiva de Guadalajara, el filo de sus palabras, la rectitud de ideas, la desmesura de la arrogancia, la certidumbre de habitar en un estado de ánimo motivado por la vehemencia del afán de logro, y no la realidad. Colonia espejo tuyo...
Minerva: Guadalajara diminuta de cabellos bañados en tintes claros como atmósfera amable. Decir tu nombre, Minerva, era decir Guadalajara, verte era verle; tus formas Minervita, tan bien equilibradas como una superficie apacible casi calles de la Colonia Americana en domingo por la noche; formas cuya susceptibilidad aún recuerdo ante la agitada empresa de mis dedos, ambulantes, en eterna invasión de los espacios de tus largas plazas, de tus anchas avenidas, también en día domingo. Recorrer tus formas Minerva era recorrer cada calle de Guadalajara, las calles de Colinas, avanzando con pies de plomo el camino entre lo mojigato y lo gozoso, sorteando la intransigencia de la indignación hasta parar en el caudal de ebullición. ¿Sabes? Andar por tu cuerpo era como andar por la Guadalajara laberíntica e improgramada, llena de baches y desviaciones, siempre atento a un cambio de ruta imprevisto, a tientas y a tropezones, un tanto al azar en busca de ese sitio que sólo pocas veces se acierta encontrar. Tu piel tenía la vocación de remitirme a un paseo nocturno por el centro histórico, el que se aborda bajo el influjo de la atracción, pero sin nunca disipar la sensación de una inseguridad, y con esa misma extraña disposición del tapatío de ver lo que no hay, de exaltecer miserias, de embellecer a puras ganas lo hecho al aventón y en la total asimetría. Así yo, abordaba tu piel creyendo lo que no tenía que creer, y avanzando conforme tu disposición, tan sujeta a tus luchas internas, lo permitía. Y es que hasta tu actitud Minerva era como el clima de esta ciudad, totalmente impredecible. Perdón, pero es verdad; como verdad también lo era el miedo de mantener el avance sobre tu piel, un miedo por cierto similar al percibido cuando se camina por las calles de...
Aquí, aquí Colinas, calles tediosas en donde la vida se subordina a la necesidad de escalar socialmente, y en donde los añorados desvelos se someten ante el sueño tempranero velado noche tras noche por los rondines de la policía de colonos; calles obesas engordadas de tanto carro trepado a las banquetas y por marquesinas construidas carentes de talento; aquí se ha hecho tangible el momento representativo de toda la Guadalajara: el momento de un envejecimiento pero sin síntoma de crecer, y se hace notorio en nuestro tesón por exportar de otras colonias – las más pudientes – gustos insulsos y frases huecas que creemos nos dan modernidad e identidad: “sí buey” “padrísimo” “otro pedo eh”. Y por eso aterra caminar por las calles de aquí, por sus esquinas bien iluminadas, por sus camellones arbolados, por el atrio de San Judas Tadeo rebozante de vampiresas de día domingo; porque a medida que avanzas se inmiscuye uno en lo que te susurra su bienestar: eternas propuestas de una muy disimulada sujeción. Te seduce todo lo que está a tu alcance: la placidez, las niñas, el paso alegre de los autos, las casas de doble cochera, todo es un ofrecimiento. Se te propone mínimo pertenecer ahí, o abordar el siempre presente y tan a la vista escalón hacía Jardines Alcalde, brillante entre sus luces de anuncios de Pizza Hut y Blockbusters, y tanta seducción bebida también en Micheladas y tragos de Red Bull, aspirada en los sistemas de clima artificial, termina convirtiéndose en manipulación. Y en verdad eso sujeta, nos hace dóciles ante el sistema, nos domestica, nos convierte en ganado atravesando la vida como un medio y no como un fin. Sí, es verdad ...
Minerva. ¿Verdad? Minervita ornamento lujoso de Hummers y Xtrail, invitada recurrente de las mejores mesas, personificación del éxito de tu acompañante en turno. ¿Edá? Digo ¿Verdad? Un día caí en cuenta, por medio de lecturas de esos libros que veías bajo mis brazos con claro recelo y que con escudos de desprecios librabas mis ofrecimientos de préstamos, caí en cuenta repito, de la manipulación de la cual era yo objeto. Como todos pues. “Aquí en Colinas, es normal desechar nuestra individualidad y buscar en esferas más altas modelos a seguir”. Te decía yo cada rato en esas ya últimas conversaciones contigo, secas e infértiles, tan monótonas como la arquitectura del Sauz o de Loma Dorada, y tan débiles ante la barrera de tu desdeñosa indiferencia fortalecida por “mjus” y “ajas” que encajabas calculadoramente en mis pocos silencios, y en el espacio de tiempo empleado para volver a guardar avergonzado el libro en el morralito oaxaqueño que me dio por usar, ¿te acuerdas? Ese de tejido colorido que mirabas, cuando aún te atrevías a caminar a mi lado, muy turbada como sintiendo la incomodidad de la pena ajena. “Este es uno de los riesgos de vivir aquí en Colinas”. Me dijiste, recuerdo. “Te haces medio fresa y a la vez medio cholo”. Y lo dijiste en tono de reproche, y fue aquel día me acuerdo que te pedí me acompañaras al mercado San Juan de Dios, y que no hubieras aceptado de haberte dicho que iba a comprar un par de huarachitos. De verdad te vi molesta, y todavía más cuando al regreso nos encontramos con mis amigos de la Facultad, vecinos todos del Retiro.
Y no sé si fueron los huaraches pero la verdad desde ese día mis pasos se rezagaron ante la velocidad de tus pasos en zapatos moda “Zara”. Y entonces pude ver bien cada uno de esos riesgos corridos por quienes vivimos aquí en Colinas, y de los cuales tú me enteraste Minerva, Minervita sonrisas de caridad, caricias enguantadas, tapatía ejemplar, virtuosa en la estrategia del besito, de la repartición de tus querencias, de la filtración de tus simpatías, sabia detectora de la alcurnia y del brillo de los apellidos, oportuna, quisquillosa, persignada, apacible y, por qué no, bulliciosa, tapatía ejemplar. Minerva ...¡Ahh! también parámetro de mi confusión, parte aguas de mi extravío, origen de mi desubicación social, apuntaladora de mi avergonzante clasicismo, pulimento de cada uno de mis prejuicios, chispazo que encendió mi conciencia en lo precario de mi pertenencia. Y esto último desde aquella fatídica tarde en que logré evitar que te subieras al Mercedes gris - que puntual pitaba cada tarde fuera de tu casa – para invitarte a tomar por ahí un café; un café que ni bebimos porque al último optamos cada quien por un tinto. “Un tinto” así ordenaste el par de vinos que al último no bebimos, tú, porque de inmediato lo encontraste amargo y de dudosa calidad, y yo, porque ya sólo me dediqué a tragarme esas palabras tuyas que el vino no pudo endulzar, y a mirar mi copa obnubilado repitiendo sabe por qué razones una y otra vez: a la chingada los gays de la “putiruta” de la Prisciliano Sánchez; a la chingada los “djambes” del tianguis cultural; a la chingada los “darketos” y los “vaquerones”; a la chingada los “fresas” y los “cholos”; a la chingada todos los”punk” del parque revolución y los indígenas del “Rubén Darío”; a la chingada los “Guadalajara-Harley”. Y lo repetía incesantemente, junto con cada uno de los malditos riesgos que se corren por vivir aquí en Colinas, y con tus palabras explotando en mi cabeza y remarcando lo precario de mi pertenencia al repetir una y otra vez: “Lo que pasa José Luis, en buen plan, es que te has convertido llanamente en un pinche jipi del Iteso, o sea wey, un jipiteso”. Sí Minerva fue en esa casi noche en “La estación de lulio”.
Y te lo digo ahora Minervita después de tanto tiempo de nuestra relación, que por mera coincidencia porto mi playera del Che Guevara ya gastadona por tantas lavadas; y te lo digo porque quiero que sepas que los riesgos que se corren por vivir aquí se han cumplido y el daño ya está hecho, y nadie se salva, ni tú, pero yo sigo aquí esperando que el rostro del “Che”, éste, mira, aquí en mi playera, cobre de nuevo su fuerza y vuelva a ordenar, a dictar, y que deje de estar inmerso en su calidad fría de ornamento sólo mirando nuestra triste realidad. Y que de paso ayude a encontrarme para poder al fin ya ubicado mandarte Minerva de una vez por todas a ti también a la chingada.
Aún me acuerdo Minerva de cómo tú te envolvías en gruesas capas de magnanimidad, cada vez que tenías de enfatizar que tu domicilio se encontraba de la avenida Normalistas para acá, del lado en donde las casas sí tienen cochera. Y lo decía con esa tu voz de timbre gangosito y de tono cantadito que siempre te ha salido a la perfección, encantador; y al oírtelo decir, uno casi podía ver el camellón de dicha avenida, que separa a Colinas del Retiro, arrancarse de su suelo para erigirse como una gran muralla protectora de la invasión fiera de perniciosos vendedores de fruta en carritos de madera y señoras de rebozo ofreciendo tierra para las macetas; uno casi lo podía ver, mientras tú, Minerva querida, apoyada en poses extraídas de revistas del corazón remarcabas con tu boquita pintada en un rojo fresa muy discreto, toda la distancia que le falta al Retiro para rozar siquiera a Colinas de la Normal.
Sobra decir que los riesgos de quienes vivimos aquí consisten, precisamente, en someternos ante un avasallador alud de prejuicios clasistas que nos obligan a utilizar términos, tan exagerados como extremosos, para calificar a nuestras colindantes colonias; y también en exponer con ello las flaquezas sociales que nos corroen. “Crápula subdesarrollo” “Opulencia refulgente” solemos decir, solemos calificar, como si el Retiro fuera una especie de Arroyo Hondo, y Jardines Alcalde fuera Puerta de Hierro.
Había en ti, mi amiga, una manera de decir las cosas, un lenguaje tan conciso, a veces salpicado de vocablos en inglés, que de inmediato te atrapaba en el mundo que con él construías. He dicho “atrapaba” creo equivocadamente, la palabra alude a un aprisionamiento por díscolos medios como sería el engaño o la vileza, y no, no era así, la construcción de tu mundo más bien resultaba acogedor. Decías por ejemplo: “Hay que salir este fin ¿no?” Y el fin de semana de súbito cobraba otro sentido, es decir, la noche del viernes o bien del sábado, o en ocasiones ambas, se convertían en un mullido asiento en el cual posarte, y treparte al vuelo de la ilusión, viajar hacia la posesión de lo imposible, al sitio en que tus anhelos de dicha hacían sentir pertenecer a algo, tan lejos del infiernillo personal de los magros salarios y de la cartelera de la televisión en casa, y tan cerca de los antros o de algún centro comercial, por decir algo, el Klio o Plaza Pabellón.Aquí en Colinas de la Normal, nos prestamos a recortar su nombre cada vez que las circunstancias lo permiten; restamos su identificación y palabras y aparece sólo como Colinas; y al restar sumamos, lo reconozco. Se suma en posición, se suma en importancia, en la escala social, porque Colinas adquiere una connotación diferente, y su mención genera un brillo nunca antes percibido, una refulgencia notable, súbita, y logra emparentarnos, aunque sea nada más por caprichos de la fonética, o por caprichos de nuestros empeñosos estiramientos de alcance, con la excelsitud de Colinas de San Javier. Colinas, decimos, vivo en Colinas, y las circunstancias que nos permiten decirlo a la vez traslucen pese a nuestro esfuerzo por ignorarlo, un contexto muy certero en evidencia y preciso en su consigna, que nos descubre más próximos al deseo que a la realidad.
Cómo luchabas en contra de eso Minervita? Minervita niña linda, eterna viandante de pasarelas de moda imaginarias, prófuga incisiva de ignominiosas realidades, catálogo extenso de monerías; te adueñaste de una rígida actitud de comportamiento muy bien resguardada tras el fino velo de las buenas maneras, y con ello convencías sobre la necesidad de lo superfluo, y hacías tangible la utilidad de la quimera. Nada te era más importante que el sentir para ser, el creerte algo para atraerlo, la consigna de colocarte en el sitio donde sentías pertenecer. Conocías de marcas, y de su periodo de brillo, y te reconozco tu clarísima visión para saber cuando alejarte de alguna de ellas, a tiempo, antes de que te arrastrara fuera de la vanguardia, y quedaras anclada en el flagelo del estancamiento, suspirando de tristeza y anhelante de que lo retro venga pronto, así como viste muchas veces a tantas chicas de la colonia, amigas tuyas. Y digo “chicas” en vez de muchachas con el fin de entonarme a tu discurso, tan tuyo, tan lleno de viperina mordacidad, minucioso, de exactitud pasmosa útil para detectar en los demás el más mínimo error léxico, y la más escondida actitud revelante de miseria, que solías luego castigar con riguroso desempeño, porque esa era una manera de acercarte a tu creada realidad, la que te separaba de todo lo que te pudiera dejar en evidencia o mal parada. Carajo Minerva, ¡Cómo luchabas en contra de eso!
Es compleja la residencia aquí en Colinas, Colinas de la normal por supuesto. Si uno quiere se puede estar lejos, a pesar de la cercanía, de nuestras colonias vecinas, a una prudente distancia geográfica. Lejos de sus pálpitos sociales, de sus roces por demás incómodos. El problema consiste en que quererlo a veces no es suficiente y la cercanía se torna en invasión. Entonces uno se mira súbitamente coludido en sus elementos de avanzada, con un desespero enorme, apropiándose o desechando, según sea el caso, diferencias y similitudes extendidas con verdadero amedrentamiento. Y el convivio surge, y lo hace con su complejidad adherida, porque siempre será difícil acercarte a quienes sabes rebasados y a quienes sabes te rebasan, y tu ubicación, regida por el imperioso decreto moral de no hacerlos sentir culpables por su lugar de residencia, queda colocada en un sitio sin apoyo, flotando en un indetenible vaivén.
Y tu Minerva, Minervita guiños de ojo estratégicos, sonrisa a selección elitista, relaciones amistosas metódicamente elegidas, te bastaba tu reconocida capacidad de disidencia para desbaratar la complejidad de residir aquí. Sí preciosa, lo tuyo era separarte cuando así lo requerías; porque proporcional a tu capacidad de disidencia estaba la de adhesión, pero eso no te complicaba en absoluto, es más, la adhesión era una manera también de separarte, magistralmente. Trataré de ser claro: había ocasiones que el roce del Retiro nos llegaba con los escabrosos dedos de la música, - perdóneseme el término “escabrosos” y su connotación prejuiciosa inevitable, carajo- siendo preciso música de banda. Nos invadía. Veíamos a los retoqueños – perdón de nuevo – pasar en sus camionetas con placas gabachas salpicándonos las notas aporreantes de la tambora y el trombón; y no sé, pero creo nuestros orígenes nos hacían apartar todo anhelo de refinamiento y le encontrábamos gusto pronto a cada canción. Y sí, muy bien Minerva, muy bien, mientras unos dolorosamente las tarareábamos, con todo ese dolor que se siente al evidenciar nuestros orígenes y que se disimula comprándolas quizás en un “Mister C.D.” del Centro Magno, tu Minervita, te escabullías de todo tipo de evidencia con el solo hecho de pedirnos prestada nuestra música. Decías recuerdo: “Préstame tu disco buey”. Y con ese “tu disco” se captaba una traducción que rezaba: “tu disco, tu música, la que se hizo por ti y para ti, la que se descuelga de tu árbol genealógico, y la que tal vez yo cantaré para resaltar tu bajeza, buey”. Trataré de ser más claro: yo, heredero a pesar de tanto reniego, del acortamiento de distancias, de la desubicación social; tú, Minerva, precisa trashumante, encanto de la estancia momentánea, sensación de estar a toda hora nada más de paso. Pinche advenediza. Perdón. Perdón por el insulto, y es motivo de disculpa porque conlleva el dolor de aquel acercamiento gestado alguna vez entre tú y yo; y es que...
Aquí en, otra vez, Colinas, pareceré repetitivo, se corren muchos riesgos. Quizás no sean ese tipo de riesgos como los corridos por quienes viven en la Colonia Moderna, donde tanto viejito que habita por ahí terminan por contagiarte de una melancolía devoradora, impulsada con untuosos léxicos arcaicos algo sentimentaloides, refiriéndose siempre a los recuerdos que guardan de aquel brillo que alguna vez tuvo Guadalajara. Tal vez no sean riesgos como los enfrentados por los vecinos del centro de la ciudad, siempre tan acechados por la tentación de convertir en local comercial unos metros de su casa; siempre cubiertos bajo una capa de obligatoria bohemia confundiéndose con la fauna noctámbula; siempre en la mira de escritores urbanos quienes los escriben adentrados en vidas llenas de sordidez y mezquindad. Aquí los riesgos son otros. Está por ejemplo el riesgo de que se te antoje imposible algún día superar la losa paterna, esa losa edificada por tus padres en una colonia más o menos bien y tan inalcanzable ante tus expectativas económicas; y entonces cuando llega el momento de formar familia miras la posibilidad de vivir en Jardines Alcalde y dices: “imposible”, miras luego hacia la más concreta posibilidad de vivir en el Retiro y gritas: “IMPOSIBLE”, y ya sólo te queda convencer a tus padres de que partan la casa y te renten el piso de arriba. Otro riesgo de vivir en Colinas de la Normal es el de caer en la tentación de hacer posible por cualquier medio la posibilidad de superar dicha losa, y estos medios no siempre se apegan a las leyes judiciales, o a las morales tampoco. Un elevado número de cabecitas de alfileres claveteados justo sobre la colonia en un mapa de la zona metropolitana en la Procu, señalando los sitios de mayor índice de distribuidores de coca y tachas, o ladrones y remarcadores de autos, lo confirma. ¿Otro riesgo? Ahí va, y éste quizás sea uno de los más comunes, el de creer que todos los de aquí somos iguales, el de creer que la colonia proveerá relaciones sociales a futuro autorizadas por la bendición del mismo nivel socioeconómico, el de creer que el paréntesis abierto en el noviazgo no será cerrado por la intromisión nefasta de las ambiciones. Y éste es el riesgo que yo conocí en el periodo de tiempo que anduve contigo...
Minerva. Desconozco si lo retienes pero anduvimos. ¿Lo recuerdas? Te lo pregunto de corazón, porque caer en el precipicio del olvido es un riesgo más de esta colonia. Sí Minerva, hasta me acuerdo cómo te recubrías de gozo, un gozo ahora que lo pienso demasiad narcisista, cuando te descubría la manera en que tus pensamientos antes de brotar en palabras por tu boca, repercutían en intensos brillos por tu mirada. Sí, por cierto, la última vez que te lo hice saber fue aquel día que estrené mi playera del “Che Guevara”; ahí estaba yo, frente al fulgor inquietante de tus ojos, estirando mi playera, ésta que de casualidad ahorita porto, según yo para que pudieras ver en el rostro del Che todo su halo de rebeldía, su mirada que parecía ordenar, dictar... permíteme una corrección: ahora porto, porque los “ahoritas” fueron siempre un blanco fácil para tus exigencias léxicas, tanto como los “iras” “haigas” y los “ocupo”. Quiero que recuerdes, el resplandor de tus ojos pronto encontró palabras, y lo primero en decir fue “Cool”... miento, antes indagaste: “Supongo que es marca furor”. Creo asentí porque no recuerdo haberte confesado que la compré en la de Obregón. No sé si me recuerdes, yo era quien siempre te ayudaba a enfrentar los problemas cotidianos de la vida reduciéndolos a oportunidades de diversión. ¿Ya no recuerdas cómo nos mofábamos de quienes nos preguntaban por nuestro futuro? “Preocúpate tú, que estás bien jodido. Nos carcajeábamos. El facilismo de nuestros egos nos hacía acreedores del montón de oportunidades. ¿Te acuerdas? Era yo quien con aduladora solicitud compartía tu alegría cada vez que en la colonia inauguraban la sucursal de alguna cadena comercial extranjera. ¡Recuérdame! El de las manos ansiosas susceptibles a las oscuridades, el realizador de tus caprichos, el aprecio más efusivo a tus insulsos monosílabos, el aliento a tu sin sentido... ¿Ya? José Luis, José Luis Gómez, el mismo quien creía como tú que el aceptar como propias las heridas sociales a la burguesía de la ciudad nos haría ser parte de ella; y ahí íbamos, bien amparados claro por la moda, que para detectarla eras buenísima, recorriendo la “putirruta” de la Prisciliano Sánchez en apoyo franco a los gays contra los ataques de la moralina; bailando al ritmo de los “djambes” en el tianguis cultural sabatino; entristeciéndonos con los “darketos” de la rotonda de los hombres ilustres; embriagándonos con los vaqueros de “los chapulines”; presumiendo al lado de “los fresas del Iteso”; compartiendo con los “punk” del parque revolución; aconsejando cariñosamente a los indígenas del parque Rubén Darío; paseando en moto con los renegados de los Guadalajara-Harley. ¿Ya? José Luis, José Luis Gómez, ¿No? Aquel muchacho dócil ante esa manipulación tuya que sin saber hacía a un lado mi individualidad para imitar de la manera más fiel posible, una imagen de un ser que no ofendiera la construcción de tu mundo. Un mundo embadurnado de absoluto narcisismo, de feroz competencia, de permanente presión por ser un triunfador, un mundo cuyo espíritu se evidencia en la cotidianidad de aquí...
En colinas. Colinas de la Normal, sector Hidalgo. Colonia a unos cuantos pasos del primer cuadro de la ciudad. Antiguos arroyuelos y lomeríos por donde los insurgentes se escondían de las fuerzas españolas, aplastados por toneladas de pavimento, por la consolidación del ánimo de superarse de aquella gente que alguna vez se fue de braceros, por el arraigo de las ganas de prosperar. Sí aquí eso es lo que se percibe; y para comprobarlo está el eterno mejoramiento de fachadas y cocheras, la ambigüedad del buen gusto, el capricho arquitectónico, y los recurrentes temas de conversación siempre alusivos al carro y al negocio que habita en nuestros sueños; y estos son nuestros actuales escondites, contra esas opresivas fuerzas que nos cercan con su montón de trabas para ser lo que aspiramos ser, esas fuerzas de la época, con sus bombardeos de falta de expectativas, con su metralla incesante de pobres realidades, que apenas nos permiten aparentar ser, a nosotros, la insurgencia insustancial del sin sentido, a nosotros, las huestes desahuciadas de Colinas. Colinas. Colinas de la Normal, pedazo de concreto más perceptible mediante la imaginación que por la vista, inexistente, materia prima de fantasiosos anhelos, caldo de cultivo para ambiciosas pretensiones, sólo palpado en el espejo roto de los ardientes deseos y en los registros de catastro. Colonia espejo que refleja la Guadalajara entera, y certifica las apariencias de la intransigencia oculta tras las buenas maneras, y el rechazo a todo lo divergente; colonia espejo que refleja en pequeño la hostilidad y la moral mojigata e impositiva de Guadalajara, el filo de sus palabras, la rectitud de ideas, la desmesura de la arrogancia, la certidumbre de habitar en un estado de ánimo motivado por la vehemencia del afán de logro, y no la realidad. Colonia espejo tuyo...
Minerva: Guadalajara diminuta de cabellos bañados en tintes claros como atmósfera amable. Decir tu nombre, Minerva, era decir Guadalajara, verte era verle; tus formas Minervita, tan bien equilibradas como una superficie apacible casi calles de la Colonia Americana en domingo por la noche; formas cuya susceptibilidad aún recuerdo ante la agitada empresa de mis dedos, ambulantes, en eterna invasión de los espacios de tus largas plazas, de tus anchas avenidas, también en día domingo. Recorrer tus formas Minerva era recorrer cada calle de Guadalajara, las calles de Colinas, avanzando con pies de plomo el camino entre lo mojigato y lo gozoso, sorteando la intransigencia de la indignación hasta parar en el caudal de ebullición. ¿Sabes? Andar por tu cuerpo era como andar por la Guadalajara laberíntica e improgramada, llena de baches y desviaciones, siempre atento a un cambio de ruta imprevisto, a tientas y a tropezones, un tanto al azar en busca de ese sitio que sólo pocas veces se acierta encontrar. Tu piel tenía la vocación de remitirme a un paseo nocturno por el centro histórico, el que se aborda bajo el influjo de la atracción, pero sin nunca disipar la sensación de una inseguridad, y con esa misma extraña disposición del tapatío de ver lo que no hay, de exaltecer miserias, de embellecer a puras ganas lo hecho al aventón y en la total asimetría. Así yo, abordaba tu piel creyendo lo que no tenía que creer, y avanzando conforme tu disposición, tan sujeta a tus luchas internas, lo permitía. Y es que hasta tu actitud Minerva era como el clima de esta ciudad, totalmente impredecible. Perdón, pero es verdad; como verdad también lo era el miedo de mantener el avance sobre tu piel, un miedo por cierto similar al percibido cuando se camina por las calles de...
Aquí, aquí Colinas, calles tediosas en donde la vida se subordina a la necesidad de escalar socialmente, y en donde los añorados desvelos se someten ante el sueño tempranero velado noche tras noche por los rondines de la policía de colonos; calles obesas engordadas de tanto carro trepado a las banquetas y por marquesinas construidas carentes de talento; aquí se ha hecho tangible el momento representativo de toda la Guadalajara: el momento de un envejecimiento pero sin síntoma de crecer, y se hace notorio en nuestro tesón por exportar de otras colonias – las más pudientes – gustos insulsos y frases huecas que creemos nos dan modernidad e identidad: “sí buey” “padrísimo” “otro pedo eh”. Y por eso aterra caminar por las calles de aquí, por sus esquinas bien iluminadas, por sus camellones arbolados, por el atrio de San Judas Tadeo rebozante de vampiresas de día domingo; porque a medida que avanzas se inmiscuye uno en lo que te susurra su bienestar: eternas propuestas de una muy disimulada sujeción. Te seduce todo lo que está a tu alcance: la placidez, las niñas, el paso alegre de los autos, las casas de doble cochera, todo es un ofrecimiento. Se te propone mínimo pertenecer ahí, o abordar el siempre presente y tan a la vista escalón hacía Jardines Alcalde, brillante entre sus luces de anuncios de Pizza Hut y Blockbusters, y tanta seducción bebida también en Micheladas y tragos de Red Bull, aspirada en los sistemas de clima artificial, termina convirtiéndose en manipulación. Y en verdad eso sujeta, nos hace dóciles ante el sistema, nos domestica, nos convierte en ganado atravesando la vida como un medio y no como un fin. Sí, es verdad ...
Minerva. ¿Verdad? Minervita ornamento lujoso de Hummers y Xtrail, invitada recurrente de las mejores mesas, personificación del éxito de tu acompañante en turno. ¿Edá? Digo ¿Verdad? Un día caí en cuenta, por medio de lecturas de esos libros que veías bajo mis brazos con claro recelo y que con escudos de desprecios librabas mis ofrecimientos de préstamos, caí en cuenta repito, de la manipulación de la cual era yo objeto. Como todos pues. “Aquí en Colinas, es normal desechar nuestra individualidad y buscar en esferas más altas modelos a seguir”. Te decía yo cada rato en esas ya últimas conversaciones contigo, secas e infértiles, tan monótonas como la arquitectura del Sauz o de Loma Dorada, y tan débiles ante la barrera de tu desdeñosa indiferencia fortalecida por “mjus” y “ajas” que encajabas calculadoramente en mis pocos silencios, y en el espacio de tiempo empleado para volver a guardar avergonzado el libro en el morralito oaxaqueño que me dio por usar, ¿te acuerdas? Ese de tejido colorido que mirabas, cuando aún te atrevías a caminar a mi lado, muy turbada como sintiendo la incomodidad de la pena ajena. “Este es uno de los riesgos de vivir aquí en Colinas”. Me dijiste, recuerdo. “Te haces medio fresa y a la vez medio cholo”. Y lo dijiste en tono de reproche, y fue aquel día me acuerdo que te pedí me acompañaras al mercado San Juan de Dios, y que no hubieras aceptado de haberte dicho que iba a comprar un par de huarachitos. De verdad te vi molesta, y todavía más cuando al regreso nos encontramos con mis amigos de la Facultad, vecinos todos del Retiro.
Y no sé si fueron los huaraches pero la verdad desde ese día mis pasos se rezagaron ante la velocidad de tus pasos en zapatos moda “Zara”. Y entonces pude ver bien cada uno de esos riesgos corridos por quienes vivimos aquí en Colinas, y de los cuales tú me enteraste Minerva, Minervita sonrisas de caridad, caricias enguantadas, tapatía ejemplar, virtuosa en la estrategia del besito, de la repartición de tus querencias, de la filtración de tus simpatías, sabia detectora de la alcurnia y del brillo de los apellidos, oportuna, quisquillosa, persignada, apacible y, por qué no, bulliciosa, tapatía ejemplar. Minerva ...¡Ahh! también parámetro de mi confusión, parte aguas de mi extravío, origen de mi desubicación social, apuntaladora de mi avergonzante clasicismo, pulimento de cada uno de mis prejuicios, chispazo que encendió mi conciencia en lo precario de mi pertenencia. Y esto último desde aquella fatídica tarde en que logré evitar que te subieras al Mercedes gris - que puntual pitaba cada tarde fuera de tu casa – para invitarte a tomar por ahí un café; un café que ni bebimos porque al último optamos cada quien por un tinto. “Un tinto” así ordenaste el par de vinos que al último no bebimos, tú, porque de inmediato lo encontraste amargo y de dudosa calidad, y yo, porque ya sólo me dediqué a tragarme esas palabras tuyas que el vino no pudo endulzar, y a mirar mi copa obnubilado repitiendo sabe por qué razones una y otra vez: a la chingada los gays de la “putiruta” de la Prisciliano Sánchez; a la chingada los “djambes” del tianguis cultural; a la chingada los “darketos” y los “vaquerones”; a la chingada los “fresas” y los “cholos”; a la chingada todos los”punk” del parque revolución y los indígenas del “Rubén Darío”; a la chingada los “Guadalajara-Harley”. Y lo repetía incesantemente, junto con cada uno de los malditos riesgos que se corren por vivir aquí en Colinas, y con tus palabras explotando en mi cabeza y remarcando lo precario de mi pertenencia al repetir una y otra vez: “Lo que pasa José Luis, en buen plan, es que te has convertido llanamente en un pinche jipi del Iteso, o sea wey, un jipiteso”. Sí Minerva fue en esa casi noche en “La estación de lulio”.
Y te lo digo ahora Minervita después de tanto tiempo de nuestra relación, que por mera coincidencia porto mi playera del Che Guevara ya gastadona por tantas lavadas; y te lo digo porque quiero que sepas que los riesgos que se corren por vivir aquí se han cumplido y el daño ya está hecho, y nadie se salva, ni tú, pero yo sigo aquí esperando que el rostro del “Che”, éste, mira, aquí en mi playera, cobre de nuevo su fuerza y vuelva a ordenar, a dictar, y que deje de estar inmerso en su calidad fría de ornamento sólo mirando nuestra triste realidad. Y que de paso ayude a encontrarme para poder al fin ya ubicado mandarte Minerva de una vez por todas a ti también a la chingada.
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