El otro Cancún.

La glorieta del Ceviche, conocida popularmente con ese nombre por las esculturas de caracoles y estrellas de mar hechas de tosco cemento pintado, es una encrucijada de grandes avenidas. Una lleva a la larga franja -22 kilómetros- de playas privadas, hoteles, discotecas, condominios de lujo, plazas comerciales, marinas y campos de golf que captan más de 2 mil millones de dólares al año. Las otras avenidas llegan hasta los confines del "otro" Cancún, donde viven los trabajadores que mantienen activa esa industria sin chimeneas.

Un letrero en una cartulina indica hacia la izquierda: "Zona Hotelera". En esa dirección, el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) ha registrado la presencia de 10 idiomas habituales, entre europeos y asiáticos. Hacia la derecha, el ingenio popular asignó otra nomenclatura: “zona atolera”. En esa zona, conformada por capas de cinturones de miseria que se han ido asentando en los últimos 35 años, desde la fundación de Cancún, se hablan 52 lenguas indígenas de las 62 que se cuentan en México, también según el INEGI. Cada semana llegan 3 mil nuevos buscadores de empleo en pos de un espacio dónde vivir en ese extenso cuarterío que es el "otro Cancún".

Valle Verde es una de las regiones -como le llaman localmente a los barrios- que quedan en uno de los extremos de esa zona atolera. Como otras 300 de su tipo, es un asentamiento irregular, sin servicios. Ni calles ni agua entubada, electricidad o drenaje. Ahí vive Luis Cárdenas en una palapa; un solo espacio que comparte con su mujer, sus hijos, su madre, sus tíos y algunos parientes más, todos emigrantes de Tierra Blanca, Veracruz. Cada día, antes del alba, sale hacia su trabajo. Ilumina con una linterna la caminata de media hora por el monte hasta que llega a la carretera, donde aborda un pesero. Otros trabajadores que cubrieron turnos nocturnos caminan en sentido contrario por la vereda. Ya con la luz de día llega al crucero donde se arremolinan cientos como él para tomar los autobuses que, llenos a las seis de la mañana, los transportan a la zona hotelera. Dos horas después de salir de su casa llega a las puertas del hotel donde labora.

Santa Cecilia es otra de esas colonias. A la altura del kilómetro 21 -de fama dudosa, pues ahí fueron reubicados los antros de la zona roja- hacia la derecha, se encuentra el extenso ejido Alfredo Bonfil, fundado durante el movimiento de colonización de los años de Luis Echeverría. Hace mucho tiempo que los antiguos ejidatarios, importados de Durango, abandonaron la agricultura. La reforma agraria salinista les permitió fraccionar sin regulación alguna sus enormes terrenos para venderlos.

En los confines de Cancún

La civilización termina a la orilla de la carretera, donde el ex ejidatario Juan Martínez -sombrero norteño y troca del año- edificó su casa, grande, aparatosa y de muchos colores. Selva adentro, a lo largo de más de 10 kilómetros de calle de tierra, se han asentado algunas de las últimas oleadas de migrantes, atraídos por promesas de empleo seguro para un mercado laboral cada vez más restringido. Y sobre todo por letreros como los que se han clavado en algunos árboles a la orilla del camino de tierra: "Vendo terreno, 10 por 50, 20 mil pesos".

Es el caso de la familia de Tomasa, proveniente de Coatzacoalcos. Vive al final de la calle de terracería. Su casa es un cuarto de cartón y un tejado con un fogón, donde en esos momentos fríe unas tostadas para el hijo. El patrimonio familiar es una Combi con la que Leonardo, el mayor de los hijos, da servicio de transporte a la colonia. Y una bicicleta de afilador, el oficio del marido. Nadie en esa familia sabe leer o escribir. Por eso, reconoce doña Tomasa, se tienen que conformar con los empleos que nadie quiere. Con todo, agradece la suerte de haber podido comprar un terreno de 10 por 20 metros cuadrados a 15 mil pesos, en un paraje rodeado de selva. A unos metros de su puerta, en las ramas de un árbol revolotean cuatro cardenales, especie en peligro de extinción. La visitan también, dice, una especie de palomas silvestres que los mayas llaman tzui-tzui. Y de noche hay que espantar a los tejones.

Para doña Lucía Chí y su marido, Antonio U, el sueño de Cancún significó que pudieran darle universidad a su único nieto. En su pueblo, Calkiní, Campeche, no hubieran podido. No fue fácil con el salario de jardinero de Antonio. Pero doña Lucía siempre prefirió comprar un cuaderno que renovar los zapatos del nieto.

''El niño me decía: 'mire, chichí, mi zapatito tiene hambre'. Yo le decía: 'ahí que ove la gallina le compro otro'.'' Eso fue hace 20 años. El matrimonio, ya envejecido, sigue viviendo en una casa de láminas sin servicio alguno. Aunque la falta de electricidad no impide que al anochecer Lucía disfrute sus telenovelas, con la tele enchufada a una vieja batería de coche.

Vecinas de Lucía son doña Victoria y su hija. Llegaron en andrajos de La Reforma, selva Lacandona chiapaneca. Trabajan de voceadoras en el centro de la ciudad.

Por la calle pasa el carrito de aguas frescas. Efraín Velázquez, un joven que viene llegando del trabajo, lo detiene, compra y paga con un dólar. Es mesero del Moon Palace, un centro gran resort que se dice el último grito del lujo y la diversión de la Riviera Maya, y viste aún el pulcro uniforme del bar donde sirve tragos sofisticados. Viene a visitar a su hermano Mariano, panadero en los hornos del Gran Meliá. Efraín ya subió todo el escalafón en su especialidad: mozo, steward, garrotero, mesero. Fue afortunado porque recientemente se impuso como requisito el dominio del inglés desde nivel de garrotero. El, dice, no la hubiera librado. A pesar de sus salarios de 3 y hasta 4 mil pesos al mes, los hermanos Velázquez, de origen tabasqueño, prefirieron comprar los terrenos del ejido que pagar renta en alguna otra colonia con servicios, aunque no ven en lo inmediato que las autoridades vayan a introducir la electricidad. Tienen, como casi todos, un pozo casero y una fosa séptica. Esta desahoga directamente en los ríos subterráneos. Y la basura de estas colonias simplemente se arroja en los rincones menos poblados. Con la filtración de las lluvias, la falta de infraestructura en los asentamientos irregulares contamina los mantos freáticos.

Las regiones del Sientomiedo

La comunicadora maya Mari Cobá, de la Unión de Mujeres Indígenas de Quintana Roo (UMIQR), conoce casi todas las calles de este otro Cancún, y en cada manzana tiene amigos y conocidos. Explica que, como Santa Cecilia, hay al menos otras 300 regiones irregulares en la ciudad. Todas sin servicios. Las más pobladas son Valle Verde, Reyes, Avante. Tienen menos de 10 años de asentamiento. Otras, más antiguas, que datan de los 60, son las Sientomiedo.

Cifras de la Secretaría de Desarrollo Social señalan que la mitad de los 800 mil habitantes de Cancún, ciudad de apenas 35 años, viven en condiciones de marginación o alta marginación. Hace algunas décadas Cancún protagonizó lo que en su momento fue la mayor explosión demográfica del país. Aun hoy la tasa de crecimiento sigue siendo de 5 por ciento anual.

Los fundadores de Cancún bautizaron con números los barrios de trabajadores que fueron llegando en los años de auge. Las Sientomiedo eran los 101, 102, 103 y más. Eran pura selva y sus pobladores padecían el acoso de las tarántulas y los asaltantes por igual. Hoy ya son colonias pavimentadas, casi todas con alumbrado público y drenaje. Los supermercados sustituyeron a los tianguis tradicionales y las mayas cambiaron el huipil por los tenis y las bermudas. Hay escuelas y hasta universidades tecnológicas. No existen parques ni zonas verdes. Y cada vez llegan más migrantes de fuera a hacinarse en los cuartos que se rentan.

''Cada alcalde que llega al municipio de Benito Juárez alcanza a ocuparse de dos o tres colonias durante su administración", dice Mari Cobá.

''A veces nos sentamos a discutir con amigos las posibilidades de desarrollo de este enorme cuarterío que es el Cancún de los pobres y llegamos a la conclusión de que esta marginación nunca se va a acabar. No hay quien pueda con esto.''

Solamente en Cancún, sostiene otro intelectual maya, Jorge Cocom Pech, radican 50 mil mayaparlantes de toda la República. El 60 por ciento del total de mayas de todo Quintana Roo ya vive en la gran ciudad. No hay estadísticas confiables sobre el resto de la población indígena procedente de la República, porque los propios indios que llegan a esta urbe ocultan su identidad. Pero en la inmensidad de colonias donde se mezclan el maya, el tzotzil, el tzeltal, el náhuatl y el zapoteco con muchas otras lenguas, no hay una sola escuela bilingüe.

La vida de Mari Cobá, conductora del programa La Voz de los Indígenas, de Radio Ayuntamiento, es, entre miles, una rara historia de éxito. Ella inmigró buscando a unos parientes de su pueblo San Pablo, municipio de Lázaro Cárdenas, cuando tenía 18 años, y sólo sabía cosas del campo y del nixtamal. Unicamente hablaba maya. En su primer empleo de lavaplatos ganaba siete pesos a la semana. Escalón tras escalón llegó hasta la zona hotelera, con empleo de camarista. Jornadas de 12 horas y enormes exigencias. Llegó a supervisora. Durante 10 años dejó de hablar su idioma. ''Aquí el maya no te sirve para nada. Y el choque cultural es por doble partida: con los patrones y con los turistas. Si no la defiendes, tu identidad se disuelve rápidamente".

Mari Cobá es una convencida de que el turismo es fuente de divisas, pero sólo para unos cuantos. Para la mayoría lo que deja es marginación y para los indios, pérdida de identidad. Lo resume con una imagen: "¿Se ha fijado en esos autobuses que llevan el promocional de Xcaret, 'el paraíso sagrado de los mayas'? Pues sólo así, dentro de los camiones, lo conocemos nosotros; nunca tendremos los dólares que se necesitan para visitar ese parque temático".

El mercado laboral de la industria turística, que hace una o dos décadas acogía a todo recién llegado, está saturado. Así lo ve Hilda María Chan, otra maya campechana que llegó aquí en los setenta, pionera de Cancún. Su colonia es Las Culebras. Sus calles se llaman Boa, Coralillo, Cascabel, en recuerdo de los habitantes originarios de esos terrenos. A pesar de que fue de las primeros asentamientos, el pavimento y el agua entubada aún no llegan a sus calles.

Todos sus hijos se forjaron un futuro en la hotelería. Hoy son cajeros, encargados de ropería, cocineros. Ella, que renta cuartos a los trabajadores recién llegados, sabe que las oportunidades ya no son como antes. Las empresas exigen más preparación y pagan menos; los sindicatos - de la CROC, no hay de otro- se cobran grandes tajadas del salario, y obtener un empleo de planta ya es imposible. Los viejos contratos colectivos se han esfumado. Hoy en día las trasnacionales hoteleras contratan por 100 días y luego mandan "de descanso" a los empleados. Luego los vuelven a contratar. Así los trabajadores no desarrollan antigüedad ni derechos. Muchos recién llegados - se calcula que unos 3 mil cada mes- ya sólo alcanzan un lugar en la economía informal, sobre todo si son indígenas. Así, se suman nuevas capas de miseria a las anteriores.

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