Me interesa la piel de las ciudades: Manuel de Solà-Morales
"lo esencial que tiene que dar hoy la arquitectura al ciudadano es el sentido de pertenencia, ciudadanía se diría en el castellano más clásico."
publicado en El País, 12 de octubre 2008.
Gracias Marilin!
Arquitecto y padre de la apertura de Barcelona al mar, Manuel de Solà-Morales, el mayor teórico del urbanismo español, cuestiona la arquitectura de las grandes estrellas, pero apuesta por el desorden de las nuevas ciudades.
Es nieto, hijo y hermano de arquitectos, una saga en la que el apellido De Solà-Morales ha figurado estrechamente unido a la arquitectura barcelonesa del último siglo. Su abuelo materno fue un conocido arquitecto del modernismo catalán, brazo derecho de Gaudí. Su padre, decano del colegio de arquitectos, ya invitaba a figuras como Alvar Aalto. Su hermano, Ignasi, reconstruyó el teatro del Liceo tras el incendio. Y él abrió Barcelona al mar con el famoso Moll de la Fusta.
Manuel de Solà-Morales, premio Jaime I de Urbanismo 2008, es una de las voces más autorizadas del urbanismo español, hasta el punto de que algunos de sus colegas le consideran el mejor urbanista español de los últimos 40 años. Hay proyectos suyos por media Europa: Oporto, Berlín, Rotterdam, Nantes, Amberes o La Haya. Es una rara avis que todavía habla de ética, y admite que el éxito mediático de la arquitectura de las grandes estrellas se ha convertido en "una enfermedad".
Culto y con fama de exquisito, De Solà-Morales tiene, a sus 69 años, ese aspecto informal que caracteriza a muchos intelectuales barceloneses, siempre con un toque de descuidado diseño en el vestir. El hablar reposado y su refinada educación no ocultan un carácter peleón y tenaz. No en balde tiene fama de ser un duro contrincante. Su estudio, una antigua fábrica de tres alturas, es amplio y sobrio de materiales. Calidad y elegancia parece el sello de la casa. En la última planta, un rincón con libros y cuadros, se ha convertido en lugar de reposo del arquitecto, que fue discípulo de Josep Lluís Sert en Harvard y Quaroni en Roma.
Acaban de pasar dos acontecimientos en los que la arquitectura ha tenido mucho que ver, la Bienal de Venecia y la Expo de Zaragoza. En Venecia se ha planteado la disyuntiva: edificios o arquitectura. Su director, Bestky, dice que "los edificios son la tumba de la arquitectura", y que una arquitectura que pretenda dar soluciones construyendo "es falsa y está muerta". ¿Es un divertimento para arquitectos o responde a algo más serio? Esta postura de la Bienal de Venecia, o de su director, me parece un poco anticuada porque responde a esa idea de que la arquitectura puede reducirse a conceptos y, por tanto, su interés intelectual puede agotarla por entero, reducirse a ser inmaterial. Yo creo que la fuerza de la materia es muy importante en todo; una arquitectura sin corporeidad no es que no pueda existir, existe en los dibujos, en los papeles, en las ideas, en las teorías, pero porque hace referencia a una experiencia. Y es muy escasa la experiencia sin arquitectura construida, sin obra física. No digo que no sea posible, lo es para algunas personas que se dedican a la especulación intelectual; pero la arquitectura socialmente significativa, que es la que nos interesa, que sirva a la gran mayoría de las personas, no puede hacerse ni defenderse sólo con ideas. Hace 30 años, otra ola de este tipo ya venía a decir lo mismo con otras palabras. Es verdad que la arquitectura se encuentra hoy con verdaderas dificultades para realizarse en contra de su propio éxito. El éxito publicitario de la mayoría de las arquitecturas más famosas es un enemigo. No sé si es una tumba, pero desde luego es una enfermedad.
Con respecto a la Expo de Zaragoza, ¿tienen sentido esos grandes despilfarros arquitectónicos, tantos edificios singulares de difícil contenido posterior? La cuestión básica de la Expo es su emplazamiento porque es una acción grande sobre el suelo y significa un acto de ciudad importante, y es grave equivocarse en esto, es el peligro. Yo creo que Sevilla se equivocó, y se ha equivocado Zaragoza, porque ha colocado un vacío entre lo que es la ciudad central, a la derecha del Ebro, y unos barrios que ya existen muy populosos en el otro lado. Y en vez de macizar esto y hacer ciudad a ambos lados del río, como en todas las ciudades que de verdad utilizan bien el río -caso de Londres, París, Roma o Budapest-, han introducido esa idea de vacío, muy verde, con algunos edificios. Creo que se ha desaprovechado una evolución de la ciudad que sería muy interesante.
¿Qué esta pasando con el urbanismo actual? No hace mucho, usted decía que hay poco y escondido. ¿Dónde se esconde? ¡Ja, ja! No veo tanta diferencia del presente con el pasado, lo que pasa es que del pasado queda lo bueno, y de lo otro, ni nos acordamos. Ahora -no sé si con esta crisis los ritmos van a cambiar- la cantidad de ciudad que se construye es enorme, y, si no, mire el territorio que ha ocupado Madrid. Se ha convertido en una de las grandes ciudades del mundo, y eso desborda toda capacidad política para imaginar cómo intervenir; ya no digo regular, que es una palabra antipática y a lo mejor innecesaria. El buen urbanismo es una cuestión de quererlo, casi, de alguna manera, de desearlo, y ahora no hay, escasea la imaginación de futuro, no hay tal voluntad. Y sin voluntad no hay deseo, y sin deseo no hay calidad.
Hay arquitectos que dicen que el urbanismo ha desaparecido, que todo está en manos del mercado... No me gusta ser muy negativo. Lo que nos interesa es ir a mejor, sacar los elementos positivos y ser capaz de transformarlos, porque, si no, nos abocamos a la posición cínica de "todo es un desastre, pero a mí dame esas viviendas, que las haré". Ésa es la postura de muchos arquitectos reconocidos que dicen "esto de la ciudad es imposible, yo hago mi objeto y ya está". Como la ciudad ya no es algo que se pueda definir con mucha precisión, por los muchos cambios por los que pasa, parece que no se pueda desear más que defenderse de ella, del tráfico, de la polución, de la congestión... Y sin embargo, creo que hay muchas más posibilidades de hacer ahora buena ciudad de las que había hace 50 o 100 años. Hay un hecho: una ciudad no se construye en cinco años, y no podemos juzgar los resultados lo mismo que juzgamos un edificio, una novela o una ópera. Lo más importante para mí es entender, fomentar y sobre todo modernizar la cultura de la ciudad, que seamos capaces de entenderla en lo que tiene de interés. A lo mejor las ciudades hoy no son muy bonitas, pero son mucho más interesantes de lo que eran las ciudades históricas.
¿En qué sentido son más interesantes? Son más complejas en su funcionamiento, contienen más diversidad de elementos, la gente es más capaz. Cada persona, familia, vivienda, oficina, aeropuerto, estación o playa es capaz de contener muchísima vida, y vida distinta. La ciudad es una máquina cada vez más rica y diversa. A lo mejor, incluso la estética de cierto desorden nos empieza a interesar. Cambiamos la estética tradicional por la diversidad, por la vida, y eso es muy importante, porque la gran fuerza de la ciudad es que sigue atrayendo a la gente, y cuánta más, mejor. Y su verdadera belleza interna, su riqueza, su vida, son también sus conflictos, porque el conflicto forma parte de la imagen de una vida mucho más moderna. En la ciudad histórica parecía que no había conflictos, todo tan ordenado, los paseos tan verdes... Esta energía, en la que no todo es delicioso, pero es muy veraz, creo que es una belleza que han adquirido o adquieren nuestras ciudades, tan interesante como la de orden formal.
Pero los ciudadanos cada vez tienen menos voz en esas ciudades. Los alcaldes hacen y, sobre todo, deshacen, lo que quieren. Hace cien años había cero opinión; otra cosa es que ahora haya opiniones y no sean escuchadas, pero por lo menos hay opiniones y es importante. Es muy fácil decir que la culpa la tiene el que manda, y seguro que es verdad, pero hay culpas muy gordas y complicadas.
También las tienen los arquitectos ¿no? ¡Y tanto, y tanto! Es muy fácil hablar del alcalde o del especulador, pero ¿dónde están las ideas, dónde las propuestas? No se puede ser simple, porque patinas...
¿La crisis del ladrillo nos va a servir para algo? Confiemos que sí, porque si no va a servir ni para esto...
Usted defiende con fuerza un concepto en la ciudad, el de la "urbanidad material". ¿En qué consiste esa urbanidad? Hay configuraciones de la materia, una esquina, una rampa de garaje, el margen de unas vías..., elementos de la ciudad, que son su materia. Un barrio nuevo, un polígono, es una materia, un componente de la ciudad; pero pueden ser elementos más pequeños, un paseo, las cabinas del teléfono, la manera como un edificio resuelve un desnivel... Y resolverlo bien o mal es un tema de la ciudad; son cosas que tienen urbanidad, sentido de ciudad, si se resuelven de una manera que la mejora. Es cierto que la ciudad son las calles, pero es mucho más. Por ejemplo, un edificio de cristal colocado en determinado lugar puede ser un objeto bonito pero totalmente antiurbano, y es antiurbano por su materia, porque automáticamente es entendido como ajeno, agresivo. Por ejemplo, un cruce de trafico importante: ¿cuál es la diferencia entre congestión y animación? Decimos: esto es un sitio muy animado, y es bonito; pero cuando decimos: está muy congestionado, es malo. Y eso radica en la materialidad, en la acumulación de cosas sobreabundantes. No digo que la ciudad sea sólo la materia, pero es muy importante. La labor del arquitecto, del urbanista o del ingeniero es materializar esa condición urbana, y es importante pensar y acertar en esto. Hay que reclamar cuestiones de calidad, no sólo de gran concepto.
Sus proyectos son grandes obras, como el Moll de la Fusta de Barcelona u otros grandes puertos europeos. ¿Cómo afronta esa urbanidad? Como punto de partida, hay que entender el carácter que ha de tener un lugar, y eso va muy ligado a su materia; si me apura, a su piel. Yo digo que me interesa la piel de las ciudades, y esto puede parecer una frivolidad. ¡Claro, un arquitecto que sólo se fija en las apariencias! Pero la ciudad tiene sus leyes, y al final, o al principio, como en el ser humano, estas leyes tienen que ver con la piel, que es una estructura en sí misma. Esa piel de la ciudad, que es lo que vemos, lo que tocamos, caminamos o circulamos y a través de la cual entendemos lo demás, y no al revés, es lo esencial. Cuando me planteo un proyecto, pienso: ¿cómo se caminará este sitio?, ¿cómo se tocará?, porque el tacto es muy importante en la ciudad, nuestro primer elemento de tacto son los pies caminando. Y ese sentido de cómo establecemos contacto es lo que me lleva a dar mucha importancia a la materia. Y no es sólo si se trata de piedra, hormigón o cristal; la materialidad consiste en si es cuesta o plano, abierto o cerrado, escalera o rampa, lejano o próximo.
Ha mencionado las esquinas. Dice que le interesan mucho como cruce de arquitecturas, de usos ciudadanos, de culturas... ¿Hay un nuevo concepto de esquina en las ciudades modernas? La esquina que nos interesa hoy seguramente es sólo una metáfora de la esquina clásica. La esquina es una intersección en el sentido más concreto. Por ejemplo, hoy una gasolinera en la salida de una ciudad -donde la gente va a comprar cuando cierran las tiendas, los jóvenes se reúnen, se venden libros- es una esquina que aparece en un lugar de intersección. El edificio de esquina como ejemplo arquitectónico de una situación incómoda -que era construir allí- es otra cosa. Pero se ha acabado sacando de la necesidad virtud. A lo mejor las estaciones de metro, los famosos intercambiadores, son nuestras esquinas actuales. Y si los convirtiéramos en un espacio público digno, el proyecto de una esquina así sería bien interesante, y reconocible para la gente como punto céntrico de la ciudad. En Buenos Aires, las gasolineras de la ciudad son fantásticas por la noche, son como salas de fiesta.
¿Qué piensa de los edificios emblemáticos que hacen ahora las grandes estrellas de la arquitectura? Fantásticos, espectaculares, una arquitectura que arrasa. Yo creo que está arrasando sobre todo a los medios de comunicación. Y a algunos arquitectos que les puede atraer ese tipo de actividad o enfoque de su profesión; pero a otros muchos, no. Es una dificultad, porque la arquitectura se ha vuelto una cosa tan capaz de ser publicitada, de contener un mensaje de prestigio, de novedad o sorpresa, que desvirtúa bastante el trabajo de los buenos arquitectos, que a veces hacen una arquitectura estupenda, aunque otras veces no entiendes lo que han hecho. Que me digan que ahora se va a construir una ciudad en Mongolia que consiste en encargar a 60 arquitectos de todo el mundo un edificio a cada uno me parece aberrante. Y eso, desgraciadamente, está pasando.
Siempre ha habido arquitectos geniales, pero parece que nunca tantos divos como ahora... Yo creo que es un problema de distribución de la información, porque lo que cuenta es una cierta imagen pública para el promotor o político que lo encarga, que se consigue a través de un objeto sorprendente, y eso es una desgracia para la arquitectura. En ese sentido sí que construir es el ataúd, como dice Betsky. Pero está por ver, al final de todo esto, el impacto que tendrá. Antes eran sólo las grandes ciudades las que actuaban así, pero ahora son también las medianas y las pequeñas; todos quieren tener un edificio emblemático, y cualquier sentido de urbanidad desaparece.
¿Qué es lo esencial que tiene que dar hoy la arquitectura al ciudadano? El sentido de pertenencia, ciudadanía se diría en el castellano más clásico. Cuando vas a un buen paseo o parque, en Madrid u otra ciudad, en parte la sientes tuya; entiendes que mucha gente la ha hecho y que formas parte de esa ciudad. El cambio de lo subjetivo a lo colectivo, eso es lo que hace la ciudad, que es lo contrario del campo. En la ciudad vivimos con la total sensación de que compartimos, y eso en la buena arquitectura es fundamental. Al final no hay distancia entre urbanismo y arquitectura, que buscan lo mismo.
No hace mucho decía, en la revista 'Arquitectura', que ciudades como Vitoria o Logroño le parecen muy correctas, muy bien resueltas, pero que no le emocionan nada. ¿Por qué? No me emocionan porque en su crecimiento no tienen buena arquitectura urbana, son ciudades sosas. Hay una cuestión de pasión, de deseo, que en todo lo humano es muy importante, y si eso no se transmite... Es bueno que pasen los coches, que las casas existan, pero crear emoción con la ciudad es más que eso. Y la emoción de la diversidad es lo que más nos puede dar nuestra sociedad hoy, más que el orden. Tampoco aguanto más de tres días en San Petersburgo, porque ya lo he visto. Pero vas a Manhattan y no te cansas; la energía, el cambio..., la diversidad está muy bien organizada.
¿El buen urbanismo tiene que transmitir emoción por encima de todo? Yo creo que puede hacerlo, y de hecho lo hace.
¿Y qué ciudades le emocionan, aparte de Cádiz, la ciudad que más le gusta del mundo? Cádiz es muy excepcional, por su tamaño, por ese equilibrio que tiene en medio de un cierto desorden volumétrico, por esa situación geográfica escandalosamente bonita entre el mar abierto y el puerto, por la luz... No sé, Cádiz es una tacita de plata, pero es mucho más. Y me gusta mucho, aunque no quiero parecer esnob, Sidney, una ciudad totalmente moderna, hecha en el siglo XX, que explota muy bien su relación con la bahía, con el agua, pero que ha colocado la arquitectura contemporánea con muchísima inteligenci, y Chicago, y Rotterdam, y Ferrara...
Todas son ciudades relacionadas con el agua o con el mar, muy presente en sus trabajos. Esa relación ¿tiene que ver con sus gustos o con un encasillamiento profesional a partir del Moll de la Fusta? Supongo que ambas cosas. Los puertos me gustan mucho, creo que son lugares especialmente urbanos. Por una parte, es una construcción muy fuerte, muy de ingeniería, sometida a unas leyes de funcionamiento y de eficiencia muy exigentes, y eso igual en el puerto de Rotterdam que en el de Bermeo; pero al mismo tiempo tienen ese sentido ciudadano de que allí vamos a parar todos y a entrar en contacto con el mar. Pero al final lo que me parece más importante de los puertos, aparte de ver el mar, los barcos y el trajín, es que desde ellos entiendes la ciudad, aunque no la mires, y eso le da un interés muy grande. Creo que los puertos son muy bonitos.
¿Cómo fue, para un barcelonés, la experiencia de abrir Barcelona al mar? Fue una experiencia muy intensa, todo un desafío. Al principio era la sensación de luchar por una idea imposible; había que derribar tinglados, vías del tren, absorber competencias de la Junta del Puerto y pasarlas a la ciudad, modificar los tráficos desde una idea arquitectónica, y era la primera vez que esto se hacía. Todo eso costó; pero en hacerlo, en la dificultad, estaba el disfrute. Y lo que vino después, la apertura de las playas, es lo mejor que se ha hecho como cambio de Barcelona.
Un proyecto como ése, cambiar los usos y la vida de una ciudad, supongo que es el sueño de cualquier urbanista. ¡Y tanto! Pero son proyectos de mucha gente, y si no hay esa complicidad, no funciona. Cuando hay un feeling amplio, desde el alcalde -porque sin alcalde es inútil, no hay urbanismo- hasta la opinión pública, y cierto consenso profesional, las cosas salen. Eso fue posible en los años ochenta y seguramente no es repetible. El buen urbanismo no se puede hacer todos los años. Un proyecto de ciudad, o un trozo importante de ciudad, sólo se puede hacer de vez en cuando; afortunadamente, porque si no estaríamos siempre patas arriba... Es muy importante tener en cuenta que el urbanismo de calidad, el que hace cosas de cierta importancia y contiene ideas, deseos, emoción, no es para todos los días.
Ya le hubiera gustado a su tío abuelo, Nicolau Rubió i Tudurí, poder realizar para la República su proyecto soñado de Iberia, una capital federal tipo Brasilia. Sí, sí, algo hay de esto... Y no está mal que sean así las cosas. Vivimos de proyectos que de vez en cuando realizamos y otros no. Yo he trabajado durante años en el puerto de Trieste, y las condiciones eran estupendas... Pues no ha salido. No había la energía o el consenso suficiente para cambiar las cosas.
¿Qué piensa de las numerosas críticas que se hacen ahora a Barcelona? El escritor Vila-Matas decía hace poco que la ciudad se ha convertido en un parque temático para el turismo, llena de porquería y orines; que se ha destrozado su tejido urbano. Creo que estamos en una fase más pasiva, y efectivamente la invasión turística, que no deja de ser también consecuencia de aquellas primeras actuaciones, está cambiando mucho la atmósfera y el ambiente de gran parte de la ciudad, no sólo de la antigua e histórica. El turismo es algo muy enajenante, y su presencia modifica el transporte, el comercio, los lugares de ocio, y los ciudadanos a veces nos sentimos como marginados. Yo creo que Barcelona lleva diez años buscando una nueva manera de modernizarse que no acaba de llegar, pero que no es hacer más de lo mismo, porque aquéllas eran cosas que estaban muy claras y se emprendieron con una ilusión y convicción tan fuertes que fue una garantía de acierto. Ahora no hay seguramente esos objetivos.
Usted ha reconvertido la base de submarinos alemanes de Saint Nazaire (Francia), que arrastraba una terrible memoria histórica, en un gran centro cultural y cívico. ¿Mereció la pena recuperarla? Yo creo que sí merece la pena. Los castillos también se han recuperado, y lo que fue un elemento de dominación sobre la población se convierte y es absorbido como elemento de recuperación colectiva. Lo primero que propuse sobre esa enorme mole de la base submarina fue perforarla para que la sensación de obstáculo pudiese ser atravesada visualmente y a través de ella ver el puerto, el agua, y establecer una gran rampa que la gente pueda pisar, que sienta quién manda: las personas que suben allá. Hay algo imponente allí, esos enormes muros de hormigón, esos techos llenos de vigas de una grandísima expresividad arquitectónica... Y lo que convenía era reapropiárselo y que perdiera ese lado tétrico y negativo, que se convirtiera en todo lo contrario. Y la gente está muy contenta, aunque al principio no fue así, porque esa enorme base de submarinos le costó a la población de Saint Nazaire (Nantes) ser bombardeada y arrasada por los aliados en la II Guerra Mundial. Así que había gente que quería derribarla, pero era algo tan caro que no se podía pensar en ello. Ahora es un sitio fantástico donde la gente llega por el puerto, tiene cines, un hipermercado, un pequeño museo de historia de la navegación, y realmente se ha convertido en un sitio vivo que forma parte de la vida de la ciudad sin banalizar la memoria. Al contrario. Yo creo que el respeto al pasado es reapropiárselo, no negarlo.
En algún momento ha dicho que de la arquitectura actual va a quedar muy poco... Sí, ¿pero qué queda de la Roma de los césares?, pues unos monumentos, y es estupendo porque, si no, ¡qué paliza! No veo que sea un drama. Lo que no quiere decir que no haya muchas cosas que no están bien y que deberíamos estar interesados en sacarles mejor partido. Mi experiencia es que, cuando vas de entrada a una ciudad, ves una serie de adefesios, de desastres, los sitios que se han cargado; pero a la tercera vez ya no lo ves y empiezas a fijarte en otras cosas, y entiendes que la gente viva allí y lo quiera, porque hay muchas lecturas.
Eso significa que las mayores aberraciones las acabamos asumiendo cuando convivimos un tiempo con ellas... ¡Hombre, las aberraciones!, pero tampoco deberíamos asumir las cosas feas, al contrario. Creo que habría que actuar, y en vez de dar premios a las arquitecturas, habría que derribarlas, habría que dar antipremios, y cada año el peor edificio de Madrid o Barcelona, al suelo; basta uno, y no valdría tanto dinero. Creo que habría que ser implacable con lo feo, con lo equivocado, con lo maligno.
Es profesor en universidades como Harvard, Cambridge o París. ¿Los intereses de los alumos son iguales que en España? Yo creo que son distintos, negativamente distintos. El interés de la arquitectura en general no es lo que más motiva; es la línea de desarrollo personal, y es diferente en cada caso, cada escuela tiene sus tics. Los estudiantes ven los modelos profesionales de las grandes estrellas y se preguntan: ¿si no voy a ser uno de ellos, para qué estudio? No es un buen momento, y es preocupante, pero la gente ¿por qué estudia una carrera?
Usted, de tres generaciones de arquitectos, lo tenía claro... ¡Ya sabía que con ese comentario me metía en un fregado!
¿Que le sigue pidiendo a la arquitectura? Más de lo mismo, desafío intelectual y práctico, porque los proyectos que hago son grandes en general y duros de pelear. Duran mucho tiempo, y es una carrera de resistencia, un combate a los puntos, nunca ganas por KO... Pido ilusión y también energía porque es un oficio duro.
Dice que hay pocos edificios actuales que le emocionen. Dígame uno. El nuevo metro de Copenhague.
publicado en El País, 12 de octubre 2008.
Gracias Marilin!
Arquitecto y padre de la apertura de Barcelona al mar, Manuel de Solà-Morales, el mayor teórico del urbanismo español, cuestiona la arquitectura de las grandes estrellas, pero apuesta por el desorden de las nuevas ciudades.
Es nieto, hijo y hermano de arquitectos, una saga en la que el apellido De Solà-Morales ha figurado estrechamente unido a la arquitectura barcelonesa del último siglo. Su abuelo materno fue un conocido arquitecto del modernismo catalán, brazo derecho de Gaudí. Su padre, decano del colegio de arquitectos, ya invitaba a figuras como Alvar Aalto. Su hermano, Ignasi, reconstruyó el teatro del Liceo tras el incendio. Y él abrió Barcelona al mar con el famoso Moll de la Fusta.
Manuel de Solà-Morales, premio Jaime I de Urbanismo 2008, es una de las voces más autorizadas del urbanismo español, hasta el punto de que algunos de sus colegas le consideran el mejor urbanista español de los últimos 40 años. Hay proyectos suyos por media Europa: Oporto, Berlín, Rotterdam, Nantes, Amberes o La Haya. Es una rara avis que todavía habla de ética, y admite que el éxito mediático de la arquitectura de las grandes estrellas se ha convertido en "una enfermedad".
Culto y con fama de exquisito, De Solà-Morales tiene, a sus 69 años, ese aspecto informal que caracteriza a muchos intelectuales barceloneses, siempre con un toque de descuidado diseño en el vestir. El hablar reposado y su refinada educación no ocultan un carácter peleón y tenaz. No en balde tiene fama de ser un duro contrincante. Su estudio, una antigua fábrica de tres alturas, es amplio y sobrio de materiales. Calidad y elegancia parece el sello de la casa. En la última planta, un rincón con libros y cuadros, se ha convertido en lugar de reposo del arquitecto, que fue discípulo de Josep Lluís Sert en Harvard y Quaroni en Roma.
Acaban de pasar dos acontecimientos en los que la arquitectura ha tenido mucho que ver, la Bienal de Venecia y la Expo de Zaragoza. En Venecia se ha planteado la disyuntiva: edificios o arquitectura. Su director, Bestky, dice que "los edificios son la tumba de la arquitectura", y que una arquitectura que pretenda dar soluciones construyendo "es falsa y está muerta". ¿Es un divertimento para arquitectos o responde a algo más serio? Esta postura de la Bienal de Venecia, o de su director, me parece un poco anticuada porque responde a esa idea de que la arquitectura puede reducirse a conceptos y, por tanto, su interés intelectual puede agotarla por entero, reducirse a ser inmaterial. Yo creo que la fuerza de la materia es muy importante en todo; una arquitectura sin corporeidad no es que no pueda existir, existe en los dibujos, en los papeles, en las ideas, en las teorías, pero porque hace referencia a una experiencia. Y es muy escasa la experiencia sin arquitectura construida, sin obra física. No digo que no sea posible, lo es para algunas personas que se dedican a la especulación intelectual; pero la arquitectura socialmente significativa, que es la que nos interesa, que sirva a la gran mayoría de las personas, no puede hacerse ni defenderse sólo con ideas. Hace 30 años, otra ola de este tipo ya venía a decir lo mismo con otras palabras. Es verdad que la arquitectura se encuentra hoy con verdaderas dificultades para realizarse en contra de su propio éxito. El éxito publicitario de la mayoría de las arquitecturas más famosas es un enemigo. No sé si es una tumba, pero desde luego es una enfermedad.
Con respecto a la Expo de Zaragoza, ¿tienen sentido esos grandes despilfarros arquitectónicos, tantos edificios singulares de difícil contenido posterior? La cuestión básica de la Expo es su emplazamiento porque es una acción grande sobre el suelo y significa un acto de ciudad importante, y es grave equivocarse en esto, es el peligro. Yo creo que Sevilla se equivocó, y se ha equivocado Zaragoza, porque ha colocado un vacío entre lo que es la ciudad central, a la derecha del Ebro, y unos barrios que ya existen muy populosos en el otro lado. Y en vez de macizar esto y hacer ciudad a ambos lados del río, como en todas las ciudades que de verdad utilizan bien el río -caso de Londres, París, Roma o Budapest-, han introducido esa idea de vacío, muy verde, con algunos edificios. Creo que se ha desaprovechado una evolución de la ciudad que sería muy interesante.
¿Qué esta pasando con el urbanismo actual? No hace mucho, usted decía que hay poco y escondido. ¿Dónde se esconde? ¡Ja, ja! No veo tanta diferencia del presente con el pasado, lo que pasa es que del pasado queda lo bueno, y de lo otro, ni nos acordamos. Ahora -no sé si con esta crisis los ritmos van a cambiar- la cantidad de ciudad que se construye es enorme, y, si no, mire el territorio que ha ocupado Madrid. Se ha convertido en una de las grandes ciudades del mundo, y eso desborda toda capacidad política para imaginar cómo intervenir; ya no digo regular, que es una palabra antipática y a lo mejor innecesaria. El buen urbanismo es una cuestión de quererlo, casi, de alguna manera, de desearlo, y ahora no hay, escasea la imaginación de futuro, no hay tal voluntad. Y sin voluntad no hay deseo, y sin deseo no hay calidad.
Hay arquitectos que dicen que el urbanismo ha desaparecido, que todo está en manos del mercado... No me gusta ser muy negativo. Lo que nos interesa es ir a mejor, sacar los elementos positivos y ser capaz de transformarlos, porque, si no, nos abocamos a la posición cínica de "todo es un desastre, pero a mí dame esas viviendas, que las haré". Ésa es la postura de muchos arquitectos reconocidos que dicen "esto de la ciudad es imposible, yo hago mi objeto y ya está". Como la ciudad ya no es algo que se pueda definir con mucha precisión, por los muchos cambios por los que pasa, parece que no se pueda desear más que defenderse de ella, del tráfico, de la polución, de la congestión... Y sin embargo, creo que hay muchas más posibilidades de hacer ahora buena ciudad de las que había hace 50 o 100 años. Hay un hecho: una ciudad no se construye en cinco años, y no podemos juzgar los resultados lo mismo que juzgamos un edificio, una novela o una ópera. Lo más importante para mí es entender, fomentar y sobre todo modernizar la cultura de la ciudad, que seamos capaces de entenderla en lo que tiene de interés. A lo mejor las ciudades hoy no son muy bonitas, pero son mucho más interesantes de lo que eran las ciudades históricas.
¿En qué sentido son más interesantes? Son más complejas en su funcionamiento, contienen más diversidad de elementos, la gente es más capaz. Cada persona, familia, vivienda, oficina, aeropuerto, estación o playa es capaz de contener muchísima vida, y vida distinta. La ciudad es una máquina cada vez más rica y diversa. A lo mejor, incluso la estética de cierto desorden nos empieza a interesar. Cambiamos la estética tradicional por la diversidad, por la vida, y eso es muy importante, porque la gran fuerza de la ciudad es que sigue atrayendo a la gente, y cuánta más, mejor. Y su verdadera belleza interna, su riqueza, su vida, son también sus conflictos, porque el conflicto forma parte de la imagen de una vida mucho más moderna. En la ciudad histórica parecía que no había conflictos, todo tan ordenado, los paseos tan verdes... Esta energía, en la que no todo es delicioso, pero es muy veraz, creo que es una belleza que han adquirido o adquieren nuestras ciudades, tan interesante como la de orden formal.
Pero los ciudadanos cada vez tienen menos voz en esas ciudades. Los alcaldes hacen y, sobre todo, deshacen, lo que quieren. Hace cien años había cero opinión; otra cosa es que ahora haya opiniones y no sean escuchadas, pero por lo menos hay opiniones y es importante. Es muy fácil decir que la culpa la tiene el que manda, y seguro que es verdad, pero hay culpas muy gordas y complicadas.
También las tienen los arquitectos ¿no? ¡Y tanto, y tanto! Es muy fácil hablar del alcalde o del especulador, pero ¿dónde están las ideas, dónde las propuestas? No se puede ser simple, porque patinas...
¿La crisis del ladrillo nos va a servir para algo? Confiemos que sí, porque si no va a servir ni para esto...
Usted defiende con fuerza un concepto en la ciudad, el de la "urbanidad material". ¿En qué consiste esa urbanidad? Hay configuraciones de la materia, una esquina, una rampa de garaje, el margen de unas vías..., elementos de la ciudad, que son su materia. Un barrio nuevo, un polígono, es una materia, un componente de la ciudad; pero pueden ser elementos más pequeños, un paseo, las cabinas del teléfono, la manera como un edificio resuelve un desnivel... Y resolverlo bien o mal es un tema de la ciudad; son cosas que tienen urbanidad, sentido de ciudad, si se resuelven de una manera que la mejora. Es cierto que la ciudad son las calles, pero es mucho más. Por ejemplo, un edificio de cristal colocado en determinado lugar puede ser un objeto bonito pero totalmente antiurbano, y es antiurbano por su materia, porque automáticamente es entendido como ajeno, agresivo. Por ejemplo, un cruce de trafico importante: ¿cuál es la diferencia entre congestión y animación? Decimos: esto es un sitio muy animado, y es bonito; pero cuando decimos: está muy congestionado, es malo. Y eso radica en la materialidad, en la acumulación de cosas sobreabundantes. No digo que la ciudad sea sólo la materia, pero es muy importante. La labor del arquitecto, del urbanista o del ingeniero es materializar esa condición urbana, y es importante pensar y acertar en esto. Hay que reclamar cuestiones de calidad, no sólo de gran concepto.
Sus proyectos son grandes obras, como el Moll de la Fusta de Barcelona u otros grandes puertos europeos. ¿Cómo afronta esa urbanidad? Como punto de partida, hay que entender el carácter que ha de tener un lugar, y eso va muy ligado a su materia; si me apura, a su piel. Yo digo que me interesa la piel de las ciudades, y esto puede parecer una frivolidad. ¡Claro, un arquitecto que sólo se fija en las apariencias! Pero la ciudad tiene sus leyes, y al final, o al principio, como en el ser humano, estas leyes tienen que ver con la piel, que es una estructura en sí misma. Esa piel de la ciudad, que es lo que vemos, lo que tocamos, caminamos o circulamos y a través de la cual entendemos lo demás, y no al revés, es lo esencial. Cuando me planteo un proyecto, pienso: ¿cómo se caminará este sitio?, ¿cómo se tocará?, porque el tacto es muy importante en la ciudad, nuestro primer elemento de tacto son los pies caminando. Y ese sentido de cómo establecemos contacto es lo que me lleva a dar mucha importancia a la materia. Y no es sólo si se trata de piedra, hormigón o cristal; la materialidad consiste en si es cuesta o plano, abierto o cerrado, escalera o rampa, lejano o próximo.
Ha mencionado las esquinas. Dice que le interesan mucho como cruce de arquitecturas, de usos ciudadanos, de culturas... ¿Hay un nuevo concepto de esquina en las ciudades modernas? La esquina que nos interesa hoy seguramente es sólo una metáfora de la esquina clásica. La esquina es una intersección en el sentido más concreto. Por ejemplo, hoy una gasolinera en la salida de una ciudad -donde la gente va a comprar cuando cierran las tiendas, los jóvenes se reúnen, se venden libros- es una esquina que aparece en un lugar de intersección. El edificio de esquina como ejemplo arquitectónico de una situación incómoda -que era construir allí- es otra cosa. Pero se ha acabado sacando de la necesidad virtud. A lo mejor las estaciones de metro, los famosos intercambiadores, son nuestras esquinas actuales. Y si los convirtiéramos en un espacio público digno, el proyecto de una esquina así sería bien interesante, y reconocible para la gente como punto céntrico de la ciudad. En Buenos Aires, las gasolineras de la ciudad son fantásticas por la noche, son como salas de fiesta.
¿Qué piensa de los edificios emblemáticos que hacen ahora las grandes estrellas de la arquitectura? Fantásticos, espectaculares, una arquitectura que arrasa. Yo creo que está arrasando sobre todo a los medios de comunicación. Y a algunos arquitectos que les puede atraer ese tipo de actividad o enfoque de su profesión; pero a otros muchos, no. Es una dificultad, porque la arquitectura se ha vuelto una cosa tan capaz de ser publicitada, de contener un mensaje de prestigio, de novedad o sorpresa, que desvirtúa bastante el trabajo de los buenos arquitectos, que a veces hacen una arquitectura estupenda, aunque otras veces no entiendes lo que han hecho. Que me digan que ahora se va a construir una ciudad en Mongolia que consiste en encargar a 60 arquitectos de todo el mundo un edificio a cada uno me parece aberrante. Y eso, desgraciadamente, está pasando.
Siempre ha habido arquitectos geniales, pero parece que nunca tantos divos como ahora... Yo creo que es un problema de distribución de la información, porque lo que cuenta es una cierta imagen pública para el promotor o político que lo encarga, que se consigue a través de un objeto sorprendente, y eso es una desgracia para la arquitectura. En ese sentido sí que construir es el ataúd, como dice Betsky. Pero está por ver, al final de todo esto, el impacto que tendrá. Antes eran sólo las grandes ciudades las que actuaban así, pero ahora son también las medianas y las pequeñas; todos quieren tener un edificio emblemático, y cualquier sentido de urbanidad desaparece.
¿Qué es lo esencial que tiene que dar hoy la arquitectura al ciudadano? El sentido de pertenencia, ciudadanía se diría en el castellano más clásico. Cuando vas a un buen paseo o parque, en Madrid u otra ciudad, en parte la sientes tuya; entiendes que mucha gente la ha hecho y que formas parte de esa ciudad. El cambio de lo subjetivo a lo colectivo, eso es lo que hace la ciudad, que es lo contrario del campo. En la ciudad vivimos con la total sensación de que compartimos, y eso en la buena arquitectura es fundamental. Al final no hay distancia entre urbanismo y arquitectura, que buscan lo mismo.
No hace mucho decía, en la revista 'Arquitectura', que ciudades como Vitoria o Logroño le parecen muy correctas, muy bien resueltas, pero que no le emocionan nada. ¿Por qué? No me emocionan porque en su crecimiento no tienen buena arquitectura urbana, son ciudades sosas. Hay una cuestión de pasión, de deseo, que en todo lo humano es muy importante, y si eso no se transmite... Es bueno que pasen los coches, que las casas existan, pero crear emoción con la ciudad es más que eso. Y la emoción de la diversidad es lo que más nos puede dar nuestra sociedad hoy, más que el orden. Tampoco aguanto más de tres días en San Petersburgo, porque ya lo he visto. Pero vas a Manhattan y no te cansas; la energía, el cambio..., la diversidad está muy bien organizada.
¿El buen urbanismo tiene que transmitir emoción por encima de todo? Yo creo que puede hacerlo, y de hecho lo hace.
¿Y qué ciudades le emocionan, aparte de Cádiz, la ciudad que más le gusta del mundo? Cádiz es muy excepcional, por su tamaño, por ese equilibrio que tiene en medio de un cierto desorden volumétrico, por esa situación geográfica escandalosamente bonita entre el mar abierto y el puerto, por la luz... No sé, Cádiz es una tacita de plata, pero es mucho más. Y me gusta mucho, aunque no quiero parecer esnob, Sidney, una ciudad totalmente moderna, hecha en el siglo XX, que explota muy bien su relación con la bahía, con el agua, pero que ha colocado la arquitectura contemporánea con muchísima inteligenci, y Chicago, y Rotterdam, y Ferrara...
Todas son ciudades relacionadas con el agua o con el mar, muy presente en sus trabajos. Esa relación ¿tiene que ver con sus gustos o con un encasillamiento profesional a partir del Moll de la Fusta? Supongo que ambas cosas. Los puertos me gustan mucho, creo que son lugares especialmente urbanos. Por una parte, es una construcción muy fuerte, muy de ingeniería, sometida a unas leyes de funcionamiento y de eficiencia muy exigentes, y eso igual en el puerto de Rotterdam que en el de Bermeo; pero al mismo tiempo tienen ese sentido ciudadano de que allí vamos a parar todos y a entrar en contacto con el mar. Pero al final lo que me parece más importante de los puertos, aparte de ver el mar, los barcos y el trajín, es que desde ellos entiendes la ciudad, aunque no la mires, y eso le da un interés muy grande. Creo que los puertos son muy bonitos.
¿Cómo fue, para un barcelonés, la experiencia de abrir Barcelona al mar? Fue una experiencia muy intensa, todo un desafío. Al principio era la sensación de luchar por una idea imposible; había que derribar tinglados, vías del tren, absorber competencias de la Junta del Puerto y pasarlas a la ciudad, modificar los tráficos desde una idea arquitectónica, y era la primera vez que esto se hacía. Todo eso costó; pero en hacerlo, en la dificultad, estaba el disfrute. Y lo que vino después, la apertura de las playas, es lo mejor que se ha hecho como cambio de Barcelona.
Un proyecto como ése, cambiar los usos y la vida de una ciudad, supongo que es el sueño de cualquier urbanista. ¡Y tanto! Pero son proyectos de mucha gente, y si no hay esa complicidad, no funciona. Cuando hay un feeling amplio, desde el alcalde -porque sin alcalde es inútil, no hay urbanismo- hasta la opinión pública, y cierto consenso profesional, las cosas salen. Eso fue posible en los años ochenta y seguramente no es repetible. El buen urbanismo no se puede hacer todos los años. Un proyecto de ciudad, o un trozo importante de ciudad, sólo se puede hacer de vez en cuando; afortunadamente, porque si no estaríamos siempre patas arriba... Es muy importante tener en cuenta que el urbanismo de calidad, el que hace cosas de cierta importancia y contiene ideas, deseos, emoción, no es para todos los días.
Ya le hubiera gustado a su tío abuelo, Nicolau Rubió i Tudurí, poder realizar para la República su proyecto soñado de Iberia, una capital federal tipo Brasilia. Sí, sí, algo hay de esto... Y no está mal que sean así las cosas. Vivimos de proyectos que de vez en cuando realizamos y otros no. Yo he trabajado durante años en el puerto de Trieste, y las condiciones eran estupendas... Pues no ha salido. No había la energía o el consenso suficiente para cambiar las cosas.
¿Qué piensa de las numerosas críticas que se hacen ahora a Barcelona? El escritor Vila-Matas decía hace poco que la ciudad se ha convertido en un parque temático para el turismo, llena de porquería y orines; que se ha destrozado su tejido urbano. Creo que estamos en una fase más pasiva, y efectivamente la invasión turística, que no deja de ser también consecuencia de aquellas primeras actuaciones, está cambiando mucho la atmósfera y el ambiente de gran parte de la ciudad, no sólo de la antigua e histórica. El turismo es algo muy enajenante, y su presencia modifica el transporte, el comercio, los lugares de ocio, y los ciudadanos a veces nos sentimos como marginados. Yo creo que Barcelona lleva diez años buscando una nueva manera de modernizarse que no acaba de llegar, pero que no es hacer más de lo mismo, porque aquéllas eran cosas que estaban muy claras y se emprendieron con una ilusión y convicción tan fuertes que fue una garantía de acierto. Ahora no hay seguramente esos objetivos.
Usted ha reconvertido la base de submarinos alemanes de Saint Nazaire (Francia), que arrastraba una terrible memoria histórica, en un gran centro cultural y cívico. ¿Mereció la pena recuperarla? Yo creo que sí merece la pena. Los castillos también se han recuperado, y lo que fue un elemento de dominación sobre la población se convierte y es absorbido como elemento de recuperación colectiva. Lo primero que propuse sobre esa enorme mole de la base submarina fue perforarla para que la sensación de obstáculo pudiese ser atravesada visualmente y a través de ella ver el puerto, el agua, y establecer una gran rampa que la gente pueda pisar, que sienta quién manda: las personas que suben allá. Hay algo imponente allí, esos enormes muros de hormigón, esos techos llenos de vigas de una grandísima expresividad arquitectónica... Y lo que convenía era reapropiárselo y que perdiera ese lado tétrico y negativo, que se convirtiera en todo lo contrario. Y la gente está muy contenta, aunque al principio no fue así, porque esa enorme base de submarinos le costó a la población de Saint Nazaire (Nantes) ser bombardeada y arrasada por los aliados en la II Guerra Mundial. Así que había gente que quería derribarla, pero era algo tan caro que no se podía pensar en ello. Ahora es un sitio fantástico donde la gente llega por el puerto, tiene cines, un hipermercado, un pequeño museo de historia de la navegación, y realmente se ha convertido en un sitio vivo que forma parte de la vida de la ciudad sin banalizar la memoria. Al contrario. Yo creo que el respeto al pasado es reapropiárselo, no negarlo.
En algún momento ha dicho que de la arquitectura actual va a quedar muy poco... Sí, ¿pero qué queda de la Roma de los césares?, pues unos monumentos, y es estupendo porque, si no, ¡qué paliza! No veo que sea un drama. Lo que no quiere decir que no haya muchas cosas que no están bien y que deberíamos estar interesados en sacarles mejor partido. Mi experiencia es que, cuando vas de entrada a una ciudad, ves una serie de adefesios, de desastres, los sitios que se han cargado; pero a la tercera vez ya no lo ves y empiezas a fijarte en otras cosas, y entiendes que la gente viva allí y lo quiera, porque hay muchas lecturas.
Eso significa que las mayores aberraciones las acabamos asumiendo cuando convivimos un tiempo con ellas... ¡Hombre, las aberraciones!, pero tampoco deberíamos asumir las cosas feas, al contrario. Creo que habría que actuar, y en vez de dar premios a las arquitecturas, habría que derribarlas, habría que dar antipremios, y cada año el peor edificio de Madrid o Barcelona, al suelo; basta uno, y no valdría tanto dinero. Creo que habría que ser implacable con lo feo, con lo equivocado, con lo maligno.
Es profesor en universidades como Harvard, Cambridge o París. ¿Los intereses de los alumos son iguales que en España? Yo creo que son distintos, negativamente distintos. El interés de la arquitectura en general no es lo que más motiva; es la línea de desarrollo personal, y es diferente en cada caso, cada escuela tiene sus tics. Los estudiantes ven los modelos profesionales de las grandes estrellas y se preguntan: ¿si no voy a ser uno de ellos, para qué estudio? No es un buen momento, y es preocupante, pero la gente ¿por qué estudia una carrera?
Usted, de tres generaciones de arquitectos, lo tenía claro... ¡Ya sabía que con ese comentario me metía en un fregado!
¿Que le sigue pidiendo a la arquitectura? Más de lo mismo, desafío intelectual y práctico, porque los proyectos que hago son grandes en general y duros de pelear. Duran mucho tiempo, y es una carrera de resistencia, un combate a los puntos, nunca ganas por KO... Pido ilusión y también energía porque es un oficio duro.
Dice que hay pocos edificios actuales que le emocionen. Dígame uno. El nuevo metro de Copenhague.
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